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Pero nosotros lo pillamos; «bizcocho» se convirtió en nuestra palabra para el sexo, y ese otoño comimos en abundancia.

Fuimos discretos, aunque, por supuesto, cierto número de personas se enteró de lo que se cocía. Probablemente circularon los chismorreos, pero no se originó ningún escándalo. La gente de las ciudades pequeñas raramente es gente mezquina. Conocían la situación de Sadie, al menos a grandes rasgos, y entendían que no podíamos hacer pública nuestra relación, al menos durante una temporada. Ella no venía a mi casa; eso habría suscitado habladurías inapropiadas. Yo nunca me quedaba en la suya hasta después de las diez; eso también habría suscitado habladurías inapropiadas. No existía la posibilidad de meter mi Sunliner en el garaje de Sadie y pasar allí la noche porque su Volkswagen Escarabajo, aun pequeño como era, ocupaba casi todo el espacio de pared a pared. En cualquier caso, tampoco lo habría hecho, pues alguien se habría enterado. En las ciudades pequeñas, tales cosas siempre se saben.

Yo la visitaba después de las clases. Me dejaba caer para lo que ella llamaba merienda-cena. A veces íbamos al Al’s Diner y cenábamos Berrenburguesas o filetes de siluro; a veces íbamos al Saddle; en dos ocasiones la llevé al baile del sábado noche en la Alquería local. Veíamos películas en el Gem de la ciudad o en el Mesa de Round Hill o en el Autocine Starlite de Kileen (que los chavales llamaban la «carrera de submarinos»). En un restaurante elegante como el Saddle, ella a veces tomaba una copa de vino antes de la cena y yo una cerveza durante la cena, pero nos cuidábamos de no dejarnos ver en ninguna de las tabernas locales y, desde luego, no pisábamos el Gallo Rojo, el único e inigualable bar negro de carretera de Jodie, un lugar del que nuestros alumnos hablaban con añoranza y temor reverencial. Estábamos en 1961 y la segregación por fin se estaba mitigando en el centro —los negros habían ganado el derecho a sentarse en las barras de comida Woolworth en Dallas, Fort Worth y Houston—, pero los maestros no bebían en el Gallo Rojo. No si querían mantener su empleo. Jamás-jamás-jamás.

Cuando hacíamos el amor en el dormitorio de Sadie, ella siempre dejaba unos pantalones, un suéter y un par de mocasines en su lado de la cama. Lo llamaba su conjunto de emergencia. La única vez que el timbre de la puerta sonó mientras nos encontrábamos desnudos (un estado que ella se había aficionado a llamar «de flagrante delicia»), se enfundó esas prendas en diez segundos exactos. Cuando regresó, reía entre dientes y blandía un ejemplar de La Atalaya.

—Testigos de Jehová. Les he dicho que ya estaba salvada y se han marchado.

En una ocasión, mientras devorábamos filetes de jamón en la cocina después de la consumación, comentó que nuestro noviazgo le recordaba a aquella película con Audrey Hepburn y Gary Cooper, Ariane.

—A veces me pregunto si sería mejor por la noche. —Hablaba con cierta melancolía—. Cuando lo hace la gente normal.

—Tendremos oportunidad de averiguarlo —aseguré—. No flaquees, muñeca.

Sonrió y me besó en la comisura de la boca.

—Me encantan las frases que te inventas, George.

—Oh, sí —contesté con ironía—. Soy muy original.

Apartó el plato a un lado.

—Estoy lista para el postre. ¿Qué me dices de ti?