Quería ir rápido, cada fibra de mi ser imploraba a gritos velocidad, pidiendo que me sumergiera dentro, anhelando esa sensación de perfecto acoplamiento que es la esencia del acto, pero fui despacio. Al menos al principio. Entonces ella dijo:
—No me hagas esperar, ya he aguantado suficiente.
Así que besé la sudorosa concavidad de su sien e impulsé mis caderas hacia delante. Como si estuviéramos bailando una versión horizontal del madison. Ella jadeó, se retiró un poco, y luego levantó sus propias caderas para encontrarme.
—¿Sadie? ¿Todo bien?
—Ohdiosmíosí —musitó, y yo reí. Abrió los ojos y me miró con curiosidad y esperanza—. ¿Ha acabado o hay más?
—Un poco más —respondí—. No sé cuánto. No he estado con una mujer desde hace mucho tiempo.
Resultó que hubo bastante más. En tiempo real, solo unos minutos, pero a veces el tiempo es diferente; nadie lo sabía mejor que yo. Hacia el final empezó a jadear:
—¡Oh cielos, Dios bendito, oh cielos cielos, oh cariño!
El sonido de ávido descubrimiento en su voz me llevó al límite, así pues no fue completamente simultáneo, pero unos segundos después ella levantó la cabeza y enterró el rostro en el hueco de mi hombro. Su mano cerrada en un puño me golpeó en el omoplato una vez, dos veces… luego se abrió como una flor y yació inmóvil. Se derrumbó sobre la almohada. Me miró fijamente, con ojos como platos y una expresión de estupor que daba un poco de miedo.
—Me he corrido —anunció.
—Ya lo he notado.
—Mi madre me contó que eso no les pasaba a las mujeres, solo a los hombres. Decía que el orgasmo femenino era un mito. —Soltó una risa temblorosa—. Dios mío, lo que se estaba perdiendo.
Se incorporó sobre un codo, tomó mi mano y se la llevó al pecho. Por debajo de éste, su corazón palpitaba y palpitaba.
—Dígame, señor Amberson, ¿cuánto falta para poder repetirlo?