Llegué a casa a la una menos veinte y cuando salí del garaje iba caminando con mi propia versión del Síndrome de las Pelotas Azules. No había hecho más que encender las luces de la cocina cuando el teléfono empezó a sonar. En 1961 aún faltan cuarenta años para el identificador de llamadas, pero solo existía una persona que me llamaría a esa hora y después de esa noche.
—¿George? Soy yo. —Parecía serena, pero su voz era espesa. Había estado llorando. Y fuerte, a juzgar por el sonido.
—Hola, Sadie. No tuve la oportunidad de darte las gracias por una velada tan agradable. Durante el baile y después.
—Yo también lo he pasado bien. Hacía mucho tiempo que no bailaba. Casi me da miedo contarte con quién aprendí el lindy.
—Bueno, yo aprendí con mi ex mujer. Supongo que tú aprendiste con tu distante marido. —Pero no se trataba de una suposición; así funcionaban las cosas. Ya no me sorprendían, pero mentiría si os dijera que llegué a acostumbrarme a ese extraño repiqueteo de los acontecimientos.
—Sí. —Su tono era apagado—. Él. John Clayton, de los Clayton de Savannah. Y distante es la palabra correcta, porque es un hombre que vive en otro mundo.
—¿Cuánto tiempo llevas casada?
—Una eternidad y un día. Eso si es que quieres llamar matrimonio a lo que teníamos, claro. —Se rio. Era la risa de Ivy Templeton, llena de humor y desesperación—. En mi caso, una eternidad y un día suman poco más de cuatro años. Cuando terminen las clases en junio haré un discreto viaje a Reno. Buscaré un trabajo temporal de camarera o algo. El requisito de residencia es de seis semanas, lo que significa que a finales de julio o principios de agosto podré pegarle un tiro a este… chiste en el que me metí… como a un caballo con una pata rota.
—Puedo esperar —dije, pero en cuanto las palabras brotaron de mi boca me cuestioné su veracidad. Porque los actores empezaban a congregarse entre bastidores y la obra pronto se iniciaría. Para junio de 1962, Lee Oswald ya estaría de regreso en Estados Unidos, viviendo primero con Robert y la familia de Robert y luego con su madre. En agosto se mudaría a Mercedes Street en Fort Worth y trabajaría de soldador en la cercana Leslie Welding Company, montando ventanas de aluminio y la clase de contrapuertas que podía personalizarse con las iniciales.
—Estoy segura de que yo no podré. —Hablaba con una voz tan baja que tuve que aguzar el oído—. Era una novia virgen a los veintitrés y ahora soy una separada virgen a los veintiocho. Como dicen en mi tierra, eso es mucho tiempo para que el fruto siga colgando del árbol, sobre todo cuando la gente (tu propia madre, por ejemplo) presupone que has empezado a practicar el tema de las abejas y los pájaros hace cuatro años. Nunca se lo he explicado a nadie, y si lo cuentas, creo que me moriré.
—Quedará entre nosotros, Sadie. Ahora y siempre. ¿Era impotente?
—No exact… —Se interrumpió. Por un momento solo hubo silencio. Cuando volvió a hablar, su voz estaba llena de horror—. George… ¿esta es una línea compartida?
—No. Por tres cincuenta más al mes, esta nena es toda mía.
—Gracias a Dios. Pero aun así no es un tema que se deba hablar por teléfono. Y, desde luego, tampoco en Al’s Diner comiendo una Berrenburguesa. ¿Quieres venir a cenar? Podemos hacer un picnic en el patio de atrás. Pongamos… ¿alrededor de las cinco?
—Me parece estupendo. Llevaré un bizcocho, o algo.
—Eso no es lo que quiero que traigas.
—Entonces, ¿qué?
—No puedo decirlo por teléfono, aunque no sea una línea compartida. Algo que se compra en una farmacia. Pero no lo compres en Jodie.
—Sadie…
—No digas nada, por favor. Voy a colgar y a mojarme la cara con agua fría. La tengo como si estuviera ardiendo.
Sonó un clic en mi oído. Ella se había ido. Me desvestí y me metí en la cama, donde yací despierto durante mucho tiempo, cavilando profundos pensamientos. Sobre el tiempo y el amor y la muerte.