La fiesta terminó a las once, pero el Sunliner no enfiló el camino de entrada de la casa de Sadie hasta las doce y cuarto de la madrugada del domingo. Una de las cosas que nadie te cuenta acerca del glamouroso trabajo de vigilar un baile de adolescentes es que las carabinas han de asegurarse de que todo quede recogido y guardado una vez que la música deja de sonar.
Ninguno de los dos hablamos mucho en el trayecto de vuelta. Aunque Donald pinchó varias melodías tentadoras y los chicos nos dieron la lata para que volviéramos a bailar el swing, rehusamos. Una vez era memorable; dos veces habría sido indeleble, y quizá no muy buena idea en una ciudad pequeña. Para mí ya era un recuerdo imborrable. No podía evitar pensar en la sensación de tenerla entre mis brazos o en su rápida respiración en mi rostro.
Apagué el motor y me volví hacia ella.
Ahora me dirá «Gracias por echarme un cable» o «Gracias por esta maravillosa velada», y eso será todo.
Pero no dijo ninguna de esas cosas. No dijo nada. Se limitó a mirarme. El cabello sobre los hombros. Los dos botones superiores de la camisa de tejido Oxford bajo el vestido desabrochados. El centelleo de los pendientes. Entonces nos echamos uno en brazos del otro, primero tanteándonos, después estrechándonos con fuerza. Nos besamos, pero aquello era más que besarse. Era como comer cuando has estado hambriento, como beber cuando has estado sediento. Olía su perfume y debajo del perfume su sudor limpio y probé el sabor del tabaco, tenue pero aún acre, en sus labios y en su lengua. Sus dedos se deslizaron por mi pelo (un meñique me hizo cosquillas un instante en el lóbulo de la oreja y me estremecí) y se unieron en la nuca. Sus pulgares se movían, se movían. Rozándome la piel desnuda del cuello que en otro tiempo, en otra vida, habría estado cubierta de pelo. Deslicé mi mano debajo y alrededor de la plenitud de su pecho y ella susurró:
—Oh, gracias, creí que iba a caerme.
—Un placer —aseguré, y apreté con delicadeza.
Nos besuqueamos tal vez durante cinco minutos, respirando cada vez más fuerte a medida que las caricias crecían en atrevimiento. El parabrisas de mi Ford se empañó. Entonces me apartó y vi que tenía las mejillas mojadas. ¿Cuándo, en el nombre de Dios, había empezado a llorar?
—George, lo siento —dijo—. No puedo. Estoy demasiado asustada. —El vestido se arrugaba en su regazo, revelando los ligueros, el dobladillo de la enagua, la espuma de encaje de sus medias. Se estiró la falda por debajo de las rodillas.
Imaginé que se debía a lo de estar casada; aunque el matrimonio se hubiera roto, estábamos a mediados del siglo veinte, no a principios del veintiuno, y aquí todavía importaba. O quizá se debiera a los vecinos. Las casas parecían oscuras y dormidas, pero uno nunca puede afirmarlo con certeza; en las ciudades pequeñas, los nuevos predicadores y los nuevos maestros siempre son interesantes temas de conversación. Resultó que me equivocaba en ambas suposiciones, pero no había manera de que pudiera saberlo.
—Sadie, no tienes que hacer nada que no quieras. Yo no…
—No lo entiendes. No es que no quiera. No es eso por lo que estoy asustada. Es porque nunca lo he hecho.
Sin darme a tiempo a decir nada, salió del coche y corrió hacia la casa hurgando en el bolso en busca de la llave. No miró atrás.