El Pep Club, encargado de organizar el baile, realizó una labor estupenda: había infinidad de serpentinas de papel crepé meciéndose de las vigas del gimnasio (en colores plata y oro, por supuesto) y gran cantidad de ponche, galletitas con crema de limón y pasteles de «terciopelo rojo» proporcionados por las Futuras Amas de Casa de América. El departamento de arte —pequeño pero entregado a la causa— contribuyó con un mural que mostraba a la inmortal señorita Hawkins en persona persiguiendo a los solteros disponibles de Dogpatch. Mattie Shaw y Bobbi Jill, la novia de Mike, hicieron casi todo el trabajo y se sentían orgullosas con toda justicia. Me pregunté si ese orgullo perduraría dentro de siete u ocho años, cuando la primera oleada de feministas empezara a quemar sus sujetadores y a manifestarse por sus derechos reproductivos. Por no hablar de los mensajes que lucirían en sus camisetas, cosas como NO SOY UNA PROPIEDAD o UNA MUJER NECESITA A UN HOMBRE IGUAL QUE UN PEZ UNA BICICLETA.
El DJ de la noche y maestro de ceremonias era Donald Bellingham, un estudiante de segundo curso. Llegó con una colección de discos absolutamente fantástica no en una sino en dos maletas Samsonite. Con mi permiso (Sadie simplemente parecía desconcertada), conectó su tocadiscos Webcor y el preamplificador de su padre a la megafonía de la escuela. El gimnasio era lo bastante grande como para proporcionar una reverberación natural, y tras unos preliminares chillidos de retroalimentación, consiguió una resonancia espectacular. Aunque nacido en Jodie, Donald era residente permanente de Rockville, en el estado de Papi Chulo. Llevaba unas gafas de color rosa con lentes gruesas, pantalones de cinturón trasero y zapatos de plataforma tan grotescamente cuadrados que eran una auténtica locura, tío. Su rostro era una fábrica de granos en erupción bajo un tupé estilo Bobby Rydell cargado de gomina. Daba la impresión de que recibiría su primer beso de una chica real hacia los cuarenta y dos años, pero se manejaba rápido y con gracia ante el micrófono, y su colección de discos (que él llamaba «el silo del vinilo» y el «nido preferido del sonido de Donny B.») era, como he comentado anteriormente, absolutamente fantástico.
—Empecemos con un tornado del pasado, una reliquia del rock and roll desde el sacrosurco del fervor, una gozada dorada, un disco que es distinto, moved los pies con el ritmo de Danny… ¡y los JUUUNIORS!
«At the Hop» detonó en el gimnasio como una bomba atómica. El baile se inició como la mayoría a principios de los sesenta, las chicas moviéndose al son del bugui-bugui con las chicas. Pies calzados en mocasines alzaban el vuelo. Las enaguas giraban. Después de un rato, sin embargo, la pista comenzó a llenarse con parejas chico-chica… al menos para los bailes rápidos, temas más actuales como «Hit the Road, Jack» y «Quarter to Three».
No muchos de aquellos adolescentes habrían pasado el corte de Bailando con las estrellas, pero eran jóvenes y entusiastas y obviamente se lo pasaban en grande. Me alegraba verlos. Más tarde, si Donny B. no tenía el buen juicio de bajar un poco las luces, lo haría yo mismo. Sadie se mostró nerviosa al principio, esperando problemas, pero aquellos chicos habían venido a divertirse. No arribaron hordas invasoras de Henderson ni de ninguna otra escuela. Se dio cuenta y empezó a relajarse.
Tras unos cuarenta minutos de música sin interrupción (y cuatro pastelitos de terciopelo rojo), me incliné hacia Sadie y le dije:
—Hora de que el Guardián Amberson haga la primera ronda por el edificio y se cerciore de que nadie en el patio procede de forma inapropiada.
—¿Quieres que te acompañe?
—Quiero que no pierdas de vista la ponchera. Si algún jovencito se acerca con una botella de algo, aunque sea jarabe para la tos, quiero que le amenaces con la electrocución o la castración, lo que tú creas que puede resultar más efectivo.
Se dejó caer contra la pared y rio hasta que las lágrimas centellearon en las comisuras de sus ojos.
—Largo de aquí, George, eres horrible.
Me marché. Me alegraba de haberla hecho reír, pero incluso después de tres años, era fácil olvidar que en la Tierra de Antaño las bromas con tintes sexuales causaban mucho más efecto.
Pillé a una pareja montándoselo en un rincón oscuro en el lado este del gimnasio; él prospectando bajo el suéter de la chica, ella aparentemente intentando absorber los labios del chico. Cuando toqué al joven prospector en el hombro, los dos se separaron de un salto.
—Guardadlo para después del baile en Los Riscos —aconsejé—. Por ahora, volved al gimnasio. Caminad despacio. Refrescaos. Tomad un poco de ponche.
Se marcharon, ella abotonándose el suéter, él andando ligeramente encorvado en la postura bien conocida por los varones adolescentes que se denomina Síndrome de las Pelotas Azules.
Dos docenas de luciérnagas rojas pestañearon detrás del taller. Saludé con la mano y un par de chicos en la zona de fumadores me devolvieron el saludo. Asomé la cabeza por la esquina oriental de la carpintería y vi una escena que no me gustó. Mike Coslaw, Jim LaDue y Vince Knowles se encontraban acurrucados allí, pasándose algo. Se lo quité de las manos y lo arrojé sobre la valla de tela metálica antes de que ellos supieran siquiera que yo estaba allí.
Jim se sobresaltó momentáneamente y luego me dedicó su vaga sonrisa de héroe del fútbol.
—Hola a usted también, señor A.
—Ahórratelo conmigo, Jim. No soy ninguna chica a la que puedas encandilar para meterte en sus bragas y desde luego no soy tu entrenador.
Pareció conmocionado y un poco asustado, pero no distinguí ninguna muestra de merecida ofensa en su rostro. Supongo que si esto hubiera sido un instituto importante de Dallas así habría sido. Vince había retrocedido un paso. Mike no cedió terreno, pero bajaba la vista con aspecto abochornado. No, era más que bochorno. Era pura vergüenza.
—Una botella —proseguí—. No es que espere que os atengáis a todas las normas, pero ¿por qué sois tan estúpidos a la hora de violarlas? Jimmy, si te pillan bebiendo y te echan del equipo de fútbol, ¿qué pasaría con tu beca en Alabama?
—Probablemente me pondrían la «camiseta roja», supongo —dijo—. Eso es todo.
—Correcto, y a tragar un año entero apartado de la competición. En realidad necesitarás buenas notas. Lo mismo se aplica a ti, Mike. Y serías expulsado del Club de Teatro. ¿Quieres eso?
—No, señor. —Apenas un susurro.
—¿Y tú, Vince?
—No, claro que no, señor A. Rotundamente no. ¿Todavía vamos a hacer la obra del jurado? Porque si estamos…
—¿No sabes cerrar la boca cuando un profesor te está regañando?
—Sí, señor, señor A.
—Hoy es vuestro día de suerte, pero la próxima vez no os lo dejaré pasar. Esta noche os habéis ganado un pequeño consejo: No jodáis vuestro futuro. Y mucho menos por un trago de Five Star en un baile informal de instituto que ni siquiera recordaréis dentro de un año. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo Mike—. Lo siento.
—Yo también —dijo Vince—. Totalmente. —Y se santiguó con una sonrisa. Algunos sencillamente están hechos así. Quizá el mundo necesite una cuadrilla de listillos para animar el ambiente, ¿quién sabe?
—¿Jim?
—Sí, señor —respondió—. Por favor, no se lo cuente a mi padre.
—No, esto queda entre nosotros. —Los miré uno a uno—. Chicos, el año que viene en la facultad encontraréis multitud de sitios donde beber. Pero no en nuestra escuela. ¿Me oís?
Esta vez contestaron «sí, señor» al unísono.
—Ahora volved dentro. Tomad un poco de ponche y enjuagaros el olor a whisky del aliento.
Se marcharon. Les di tiempo y después los seguí a distancia, con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos, cavilando.
No en nuestra escuela.
Nuestra.
«Ven a enseñar —me había rogado Mimi—. Es para lo que estás hecho».
2011 nunca se me había antojado tan distante como entonces. Diablos, Jake Epping nunca se me había antojado tan distante.
Un reverberante saxo tenor sonaba en un gimnasio iluminado de fiesta en el corazón de Texas. Una dulce brisa lo transportaba en la noche. Una batería conminaba insidiosamente a levantarse de la silla y mover los pies.
Creo que fue entonces cuando decidí que nunca iba a regresar.