El 6 de octubre, los Leones de Denholm ganaron el quinto partido en su camino hacia una temporada invicta que dedicarían a Vince Knowles, el muchacho que había interpretado a George en De ratones y hombres y que nunca tendría la oportunidad de actuar en la versión de George Amberson de 12 hombres sin piedad (regresaré a esto más adelante). Se iniciaba un fin de semana de tres días, pues el lunes siguiente era el Día de Colón.
En la jornada de fiesta viajé a Dallas. La mayoría de los negocios estaban abiertos e hice mi primera parada en una casa de empeños de Greenville Avenue. Le dije al hombrecillo tras el mostrador que deseaba comprar el anillo de boda más barato que tuviera en existencias. Salí por la puerta con una alianza de ocho dólares de oro (al menos parecía oro) en el dedo anular de mi mano izquierda. Después me dirigí al centro, a un lugar de la Baja Main Street que había rastreado en las Páginas Amarillas de Dallas: Electrónica Satélite de Silent Mike. Me recibió un hombrecillo estilizado que llevaba unas gafas de carey y una chapa extrañamente futurista en el chaleco: NO CONFÍES EN NADIE, rezaba.
—¿Es usted Silent Mike? —pregunté.
—El mismo.
—¿Y es usted realmente callado?
Sonrió.
—Depende de quién esté escuchando.
—Digamos que nadie —dije, y a continuación le expliqué lo que deseaba. Resultó que podría haberme ahorrado los ocho pavos, porque no mostró interés alguno en una esposa que supuestamente me engañaba. Era el equipo que quería comprar lo que interesaba al propietario de Electrónica Satélite. Con respecto a ese tema debería haberse llamado Mike el Locuaz.
—Señor, ese aparato lo tendrán en el planeta de donde viene usted, pero le aseguro que aquí no lo tenemos.
Aquello agitó el recuerdo de la señorita Mimi comparándome con un visitante alienígena de Ultimátum a la Tierra, pero me zafé de él.
—No entiendo a qué se refiere.
—¿Busca un dispositivo de escucha sin cables? Perfecto. Tengo varios en la vitrina de ahí, a su izquierda. Se llaman radios de transistor. Vendo Motorola y GE, aunque las mejores las fabrican los japoneses. —Extendió el labio inferior y se apartó un mechón de pelo de la frente con un soplido—. Es como una patada en el trasero, ¿o no? Hace quince años reducimos a polvo radiactivo dos ciudades suyas y los vencimos, pero ¿murieron? ¡No! Se escondieron en sus agujeros hasta que el polvo se asentó y luego salieron arrastrándose armados con tarjetas de circuitos y soldadores en vez de ametralladoras Nambu. Para 1985 serán los dueños del mundo. O por lo menos de la parte en la que yo vivo.
—Entonces ¿no puede ayudarme?
—¿Qué, me toma el pelo? Por supuesto que sí. Silent Mike McEachern siempre se alegra de poder satisfacer las necesidades electrónicas de un cliente. Pero costará.
—Estoy dispuesto a pagar un buen pellizco. Me ahorraré aún más cuando lleve a esa zorra infiel al tribunal de divorcios.
—Ya. Espere aquí un minuto mientras traigo una cosa de la trastienda. Y déle la vuelta al letrero de la puerta para que diga CERRADO, ¿quiere? Voy a enseñarle algo que probablemente no…, bueno, tal vez sea legal, pero ¿quién sabe? ¿Acaso Silent Mike McEachern es fiscal?
—Me imagino que no.
Hice lo que me indicó. Intuía que no perdería demasiada clientela; pequeña y polvorienta, la tienda de Silent Mike ofrecía el aspecto del típico establecimiento que subsistía mes a mes.
Mi gurú de la electrónica sesentera reapareció con un artilugio de extraña apariencia en una mano y una cajita de cartón en la otra. La inscripción en la caja era japonesa. El artilugio parecía un consolador para duendecillas montado en un disco de plástico negro. Éste tenía siete u ocho centímetros de espesor y aproximadamente el diámetro de un cuarto de dólar, del cual brotaba un ramillete de cables. Lo depositó sobre el mostrador.
—Esto es un Echo. Fabricado aquí, en la ciudad, hijo. Si alguien puede vencer a los hijos de Nipón en su propio juego, esos somos nosotros. Hacia 1970 la electrónica habrá reeemplazado a la banca aquí en Dallas. Tome buena nota de mis palabras. —Se santiguó, apuntó al cielo, y añadió—: Dios bendiga a Texas.
Levanté el artilugio.
—¿Qué es exactamente un Echo en términos de andar por casa?
—Lo más cercano que podrá conseguir a la clase de micrófono que me describió. Es pequeño porque no tiene válvulas de vacío y no funciona con baterías. Funciona simplemente con corriente alterna normal.
—¿Se enchufa a la pared?
—Claro, ¿por qué no? Así su mujer y su novio podrán verlo y decir: «Qué bonito, alguien ha pinchado el lugar mientras estábamos fuera, vamos a echar un buen polvo escandaloso y luego a discutir todos nuestros asuntos privados».
El tipo era un ganso, estaba claro. Con todo, la paciencia es una virtud. Y yo necesitaba lo que necesitaba.
—Entonces, ¿cómo se hace?
Dio un golpecito en el disco.
—Esto va dentro de la base de una lámpara, pero no en el suelo, a menos que esté interesado en grabar a los ratones corriendo por los zócalos, ¿capta? Una lámpara de mesa, de modo que alcance donde hable la gente. —Peinó los cables—. El rojo y el amarillo se conectan al cordón de la lámpara, el cordón de la lámpara se enchufa a la pared. El dispositivo permanece muerto hasta que alguien enciende la luz. En ese momento, bingo, ya está listo para correr.
—¿Esa otra cosa es el micro?
—Sí, y para estar fabricado en América es bueno. Ahora… ¿ve los otros dos cables? ¿El azul y el verde?
—Ajá.
Abrió la caja de cartón con la inscripción en japonés y sacó un magnetófono. Superaba en tamaño a uno de los paquetes de Winston de Sadie, aunque no por mucho.
—Esos cables se conectan aquí. La base va en la lámpara, la grabadora en el cajón de una cómoda, escondida bajo la lencería de su mujer, por ejemplo. O puede taladrar un agujerito y meterla en el armario.
—La grabadora también se alimenta a través del cordón de la lámpara.
—Naturalmente.
—¿Podría conseguir dos de estos Echos? —Podría conseguirle cuatro si quiere. Aunque tardaría una semana.
—Me bastará con dos. ¿Cuánto?
—Un equipo así no es barato. Un par le costaría ciento cuarenta. Es el mejor precio que puedo ofrecerle. Y tendría que pagar en efectivo. —Habló con un tono de pesar que sugería que habíamos disfrutado de un bonito sueño tecnológico y que ahora casi tocaba a su fin.
—¿Cuánto me cobraría por prepararme la instalación? —Advertí la alarma en su rostro y me apresuré a disiparla—. No me refiero a una operación clandestina ni nada parecido. Solo colocar los micros en un par de lámparas y enganchar los magnetófonos de cinta.
—Magnetófonos de cable, querrá decir. Verá, un grabador de cinta sería una barbaridad de grande…
—¿Lo haría?
—Por supuesto, señor…
—Digamos señor Nadie.
Sus ojos centellearon como imagino que centellearían los ojos de E. Howard Hunt al contemplar por primera vez el desafío que suponía el hotel Watergate.
—Buen nombre.
—Gracias. Y estaría bien disponer de un par de alternativas. Cables cortos por si puedo colocarlo cerca, cables más largos por si necesito esconderlo en un armario o al otro lado de una pared.
—No hay problema, pero no le recomiendo más de tres metros o el sonido se convierte en un galimatías. Además, cuanto más cable utilice, mayor será el riesgo de que alguien lo encuentre.
Hasta un profesor de lengua era capaz de entenderlo.
—¿Cuánto por el lote completo?
—Mmmm… ¿ciento ochenta?
Parecía inclinado a regatear, pero yo no tenía ni tiempo ni ganas. Puse cinco billetes de veinte en el mostrador y concreté:
—Le daré el resto a la entrega, pero no antes de probarlos y cerciorarme de que funcionan, ¿de acuerdo?
—Sí, bien.
—Una cosa más. Consiga lámparas usadas y un poco cutres.
—¿Cutres?
—Como las que se pueden comprar en un rastrillo o un mercadillo por veinticinco centavos la unidad. —Cuando uno ha dirigido varias obras de teatro (contando aquellas en las que trabajé durante mi etapa en el Instituto Lisbon, De ratones y hombres hacía la número cinco) se aprenden unas cuantas cosas sobre cómo decorar un escenario. Lo último que deseaba era que alguien robara de un apartamento semiamueblado una lámpara pinchada con un micro.
Por un momento se quedó perplejo, pero entonces una sonrisa de complicidad despuntó en su rostro.
—Ya lo pillo. Realismo.
—Ése es el plan. —Me encaminé hacia la puerta, pero me volví al instante, apoyé los antebrazos en el expositor de las radios de transistor, y le miré directamente a los ojos. No puedo jurar que él viera al hombre que mató a Frank Dunning, pero tampoco puedo afirmar con certeza que no lo hiciera—. Usted no va hablar de esto con nadie, ¿verdad?
—¡No! ¡Por supuesto que no! —Con dos dedos corrió una imaginaria cremallera sobre los labios.
—Como debe ser —aprobé—. ¿Cuándo?
—Déme unos días.
—Vendré el próximo lunes. ¿A qué hora cierra?
—A las cinco.
Calculé la distancia desde Jodie hasta Dallas y dije:
—Le daré otros veinte si tiene abierto hasta las siete. Me será imposible llegar más pronto. ¿Le parece bien?
—Claro.
—Estupendo. Tenga todo listo.
—Lo tendré. ¿Alguna cosa más?
—Sí. ¿Por qué demonios le llaman Silent Mike?
Esperaba que respondiera «Porque sé guardar un secreto», pero no lo hizo.
—De niño creía que el villancico lo cantaban por mí, así que me quedé con ese nombre.
No quise preguntar, pero a mitad de camino en coche caí en la cuenta y me eché a reír.
Silent Mike, holy Mike.
Silencioso micro, sagrado micro.
A veces, el mundo en que vivimos es un lugar verdaderamente extraño.