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En el partido, prácticamente todo el mundo nos admiraba, alzando la vista hacia nosotros con un vago temor reverencial, como si pensaran que representábamos a una raza de humanos ligeramente distinta. Me producía una sensación en cierto modo agradable, y por una vez Sadie no tuvo que andar desgarbada para encajar. Llevaba una sudadera de los Leones (Orgullo de la Manada) y sus vaqueros desteñidos. Con el cabello rubio recogido hacia atrás en una coleta, ella misma presentaba el aspecto de una alumna de último curso, probablemente la pívot del equipo de baloncesto femenino.

Nos sentamos en la fila del profesorado y vitoreamos a Jim LaDue cuando perforó la defensa de los Osos de Arnette con media docena de pases cortos seguida de una bomba de sesenta yardas que levantó al público. En el descanso el marcador era de Denholm treinta y uno, Arnette seis. Cuando los jugadores se retiraron del campo y la banda de Denholm desfiló moviendo de lado a lado sus tubas y trombones, le pregunté a Sadie si le apetecía un perrito caliente y una Coca-Cola.

—Ya lo creo, pero ahora mismo la cola debe de llegar hasta el aparcamiento. Espera a que haya un tiempo muerto en el tercer cuarto o algo. Tenemos que rugir como leones y hacer el Hurra Jim.

—Confío en que podrás manejarte bien tú sola.

Ella sonrió y me asió del brazo.

—No, necesito tu ayuda. Soy nueva aquí, ¿recuerdas?

Ante su tacto, sentí un tibio escalofrío que no asociaba con la amistad. ¿Y por qué no? Sus mejillas se sonrojaron, sus ojos centelleaban; bajo los focos y el cielo azul verdoso de un crepúsculo tejano cada vez más profundo, estaba más que guapa. Las cosas entre nosotros podrían haber progresado más rápido de como lo hicieron de no ser por lo que ocurrió durante el descanso de aquel partido.

La banda de música desfilaba del modo en que suelen hacerlo las bandas de instituto, acompasada pero sin estar totalmente afinada, trompeteando un popurrí difícil de descifrar. Cuando terminaron, las animadoras trotaron hasta la línea de cincuenta yardas, dejaron caer los pompones a sus pies, y situaron las manos en sus caderas.

—¡Dadnos una L!

Les dimos lo que demandaban, y como siguieron importunando, las complacimos con una E, una O, una N, otra E y una S.

—¿Y cómo se lee?

¡LEONES! —Todos en las gradas locales en pie y aplaudiendo.

—¿Y quién va a ganar?

¡LOS LEONES! —Habida cuenta del marcador en el descanso, pocas dudas cabían.

—¡Pues queremos oír cómo rugís!

Rugimos a la manera tradicional, girando la cabeza primero a la izquierda y luego a la derecha. Sadie echó el resto: formó bocina con las manos alrededor de la boca y la coleta voló de un hombro al otro.

Lo que vino a continuación fue el Hurra Jim. En los tres años anteriores —sí, nuestro señor LaDue empezó de quaterback ya desde el primer curso— había sido bastante simple. Las animadoras gritaban algo como «¡Que os oigamos, Manada! ¿Quién es el capitán de nuestro equipo?». Y la afición de casa bramaba «¡JIM! ¡JIM! ¡JIM!». A continuación, las animadoras ejecutaban varias volteretas y luego abandonaban el campo para que la banda del otro equipo pudiera desfilar y tocar una o dos piezas. Ese año, sin embargo, posiblemente en honor de la temporada de despedida de Jim, los vítores se habían modificado.

Cada vez que el público voceaba «¡JIM!», las animadoras respondían con la primera sílaba de su apellido, alargándola en una suerte de burlona nota musical. Era nuevo, pero nada complicado, y el público lo pilló enseguida. Sadie vitoreaba como la que más, hasta que se percató de que yo permanecía allí quieto, con la boca abierta.

—¿George? ¿Te encuentras bien?

No pude responder. De hecho, apenas la oí. Porque la mayor parte de mí había regresado a Lisbon Falls. Acababa de cruzar la madriguera de conejo a las doce menos dos minutos del 9 de septiembre de 1958. Acababa de recorrer la pared del secadero y agacharme bajo la cadena. Había estado preparado para encontrarme con Míster Tarjeta Amarilla; en esta ocasión se trataba de Míster Tarjeta Naranja. «¡No deberías estar aquí!», había exclamado. «¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?». Y cuando intenté preguntarle si había probado asistir a AA por su problema con la bebida, me interrumpió…

—¿George? —Ahora su voz sonaba preocupada además de interesada—. ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?

La afición estaba totalmente entregada al juego del reclamo-respuesta. Las animadoras gritaban JIM y las criaturas de las gradas respondían desgañitándose LA.

«¡A tomar por culo, Jimla!».

Eso fue lo que Míster Tarjeta Amarilla, ahora convertido en Míster Tarjeta Naranja (aunque no todavía en Míster «muerto por su propia mano» Tarjeta Negra), me había espetado con un gruñido, y eso era lo que yo oía ahora, lanzado de un lado a otro como un balón medicinal entre las animadoras y los dos mil quinientos aficionados que las observaban:

¡JIM LA! ¡JIM LA! ¡JIM LA!

Sadie me asió del brazo y me sacudió.

—¡Háblame, hombre! ¡Háblame! ¡Me estás asustando!

Me volví hacia ella y me las arreglé para sonreír. No fue fácil, creedme.

—Una bajada de azúcar, supongo. Voy por esas Coca-Colas.

—No te desmayarás, ¿verdad? Puedo acompañarte al puesto de primeros auxilios si…

—Estoy bien —aseguré, y entonces, sin pensar en lo que hacía, le di un beso en la punta de la nariz.

¡Así se hace, señor A.!—gritó algún muchacho.

Más que mostrarse irritada, ella arrugó la nariz como un conejo y luego sonrió.

—Largo de aquí, entonces, antes de que dañes mi reputación. Y tráeme un perrito con chile. Con mucho queso.

—Sí, madam.

El pasado armoniza consigo mismo, bien lo sabía ya para entonces. Aunque, ¿qué melodía era ésa? Lo desconocía, pero me preocupaba en grado sumo. En la pasarela de cemento que conducía al puesto de los refrescos, los vítores resonaban aún con más fuerza y yo deseé taparme las orejas con las manos para bloquearlos.

JIM LA, JIM LA, JIM LA.