Sadie accedió inmediatamente a ayudarme a preparar la asamblea in memóriam. Pasamos las dos últimas semanas de aquel caluroso mes de agosto trabajando en ella y recorriendo en coche la ciudad para organizar a los oradores. Escogí a Mike Coslaw para leer el Proverbio 31, que describe a la mujer virtuosa, y Al Stevens se ofreció voluntario para contar la historia —que yo nunca había oído de la propia Mimi— de cómo puso nombre a la Berrenburguesa, la spécialité de la maison. Además, recopilamos alrededor de doscientas fotografías. Mi favorita mostraba a Mimi y a Deke bailando el twist en un baile de la escuela. Ella parecía estar divirtiéndose; él parecía un hombre con un palo de tamaño respetable metido por el culo. Seleccionamos las fotos en la biblioteca de la escuela, donde la placa del nombre sobre el escritorio decía ahora SEÑORITA DUNHILL en lugar de SEÑORITA MIMI.
Durante ese tiempo Sadie y yo nunca nos besamos, nunca nos cogimos de la mano, nunca nos miramos a los ojos más de lo que duraba una mirada pasajera. Ella no habló de su matrimonio arruinado ni de las razones para venir a Texas desde Georgia. Yo no hablé de mi novela ni de mi pasado en gran parte inventado. Hablamos de libros. Hablamos de Kennedy, cuya política exterior ella consideraba patriotera. Discutimos el naciente movimiento por los derechos civiles. Le hablé del tablero sobre el arroyo al final del sendero tras la gasolinera Humble Oil en Carolina del Norte. Ella dijo que había visto servicios similares para gente de color en Georgia, pero creía que sus días estaban contados. Ella pensaba que la integración en las escuelas no llegaría probablemente hasta mediados de los setenta. Le dije que ocurriría antes, impulsada por el nuevo presidente y su hermano el fiscal general. Ella dio un resoplido.
—Respetas más que yo a ese irlandés que no para de sonreír. Dime, ¿alguna vez se ha cortado el pelo?
No nos hicimos amantes, pero nos hicimos amigos. A veces se tropezaba con las cosas (también con sus propios pies, que eran grandes) y en dos ocasiones la sujeté para que no perdiera el equilibrio, pero nada tan memorable como aquella primera vez en la fiesta. A veces declaraba que necesitaba un cigarrillo, y yo la acompañaba afuera, a la zona de fumadores para los alumnos detrás del taller.
—Voy a lamentar no poder salir aquí y tumbarme en el banco con mis vaqueros —dijo ella un día. Faltaba menos de una semana para el inicio previsto de las clases—. El ambiente está siempre tan viciado en las salas de profesores…
—Eso cambiará algún día. Fumar estará prohibido en todos los centros escolares, tanto para profesores como para alumnos.
Ella sonrió. Lucía una atractiva sonrisa, pues sus labios eran gruesos y exuberantes. Y los vaqueros, debo añadir, le sentaban muy bien. Sus piernas eran largas, muy largas; por no hablar del trasero, redondo, en su justa proporción.
—Una sociedad libre de humo…, niños negros y niños blancos estudiando hombro con hombro en perfecta armonía…, no me extraña que estés escribiendo una novela, tienes una imaginación endiablada. ¿Qué otras cosas ves en tu bola de cristal, George? ¿Cohetes a la luna?
—Claro, pero es probable que tarden un poco más que la integración. ¿Quién te contó que estoy escribiendo una novela?
—La señorita Mimi —dijo, y aplastó la colilla en una de la media docena de urnas de arena—. Opinaba que era buena. Y hablando de la señorita Mimi, supongo que deberíamos volver al trabajo. Creo que ya casi terminamos con las fotografías, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y estás seguro de que poner esa canción de West Side Story durante la exposición no será demasiado sensiblero?
«Somewhere» me parecía más sensiblera que Iowa y Nebraska juntos, pero, según Ellen Dockerty, había sido la canción favorita de Mimi.
Se lo comenté a Sadie y se rio sin demasiado convencimiento.
—Yo no la conocía tan bien, pero no me encaja con ella. A lo mejor es la canción favorita de Ellie.
—Ahora que lo pienso, parece lo más probable. Escucha, Sadie, ¿te gustaría ir conmigo al partido de fútbol el viernes? Así los chicos ya te verán aquí antes de que empiecen las clases el lunes.
—Me encantaría. —Calló por un instante; se la veía un poco incómoda—. Siempre que no saques, ya sabes, ninguna conclusión. Todavía no estoy preparada para tener citas, y tal vez pase mucho tiempo hasta que lo esté.
—Yo tampoco. —Ella probablemente pensaba en su ex, pero yo pensaba en Lee Oswald. Pronto recuperaría su pasaporte estadounidense. Después solo sería cuestión de agenciarse un visado de salida de la Unión Soviética para su esposa—. Pero los amigos a veces van juntos a los partidos.
—Eso es cierto, sí. Y me gusta ir a sitios contigo, George.
—Porque yo soy más alto.
Me dio un puñetazo en el hombro juguetonamente, el puñetazo propio de una hermana mayor.
—Tienes razón, socio. Eres la clase de hombre a la que puedo admirar.