Jodie en agosto era un horno, con temperaturas en torno a los treinta y cinco grados como mínimo todos los días y a menudo superando los cuarenta. El aire acondicionado de mi casa alquilada en Mesa Lane era una bendición, aunque parecía incapaz de resistir un ataque ininterrumpido de esa magnitud. A veces refrescaba un poco por las noches si caía un chaparrón, pero no demasiado.
Me encontraba en mi estudio la mañana del 27 de agosto, trabajando en El lugar del crimen, vestido con unos pantalones cortos y nada más, cuando sonó el timbre de la puerta. Fruncí el ceño. Era domingo, no hacía mucho había oído el competitivo repicar de campanas de iglesia rivales, y casi todas las personas que conocía asistían a uno de los cuatro o cinco templos de oración de la ciudad.
Me enfundé una camiseta y acudí a la puerta. Allí estaba el entrenador Borman con Ellen Dockerty, la anterior jefa del departamento de economía doméstica y directora interina de la ESCD durante el siguiente año; para sorpresa de nadie, Deke había presentado su dimisión el mismo día que Mimi presentó la suya. El entrenador estaba embutido en un traje azul marino y una llamativa corbata que amenazaba con estrangularle. Ellen llevaba un formal conjunto gris con un brocado de encaje en el cuello. Tenían un aspecto solemne. Mi primer pensamiento, tan convincente como descabellado, fue: Lo saben. De algún modo saben quién soy y de dónde vengo. Han venido a decírmelo.
Al entrenador Borman le temblaban los labios, y aunque Ellen no sollozaba, las lágrimas anegaban sus ojos. Entonces lo supe.
—¿Se trata de Mimi?
El entrenador asintió.
—Deke me llamó. Fui a buscar a Ellen, ya que suelo llevarla a la iglesia, y estamos informando a todo el mundo. La gente a la que más apreciaba primero.
—Cuánto siento oírlo —me lamenté—. ¿Cómo está Deke?
—Parece sobrellevarlo —respondió Ellen, y luego miró al entrenador con cierta aspereza—. Al menos según él.
—Sí, está bien —aseguró el entrenador—. Destrozado, claro.
—Es normal que lo esté —dije.
—Va a hacer que la incineren. —Ellen apretó los labios en un gesto de desaprobación—. Dice que es lo que ella quería.
Reflexioné un instante.
—Deberíamos celebrar algún tipo de asamblea extraordinaria cuando empiecen las clases. ¿Podría hacerse? Que la gente pueda expresarse. Y tal vez montar un pase de diapositivas. La gente debe de tener muchas fotos de ella.
—Es una idea maravillosa —dijo Ellen—. ¿Podrías organizarlo, George?
—Me encantaría intentarlo.
—Que te ayude la señorita Dunhill. —Y antes de que la sospecha del emparejamiento se adueñara de mi mente, ella añadió—: Creo que será beneficioso que los chicos y chicas que querían a Meems sepan que la sustituta que eligieron ayudó a planificar la asamblea en su memoria. También será beneficioso para Sadie.
No cabía duda. Siendo una recién llegada, le vendría bien un poco de crédito para comenzar el año.
—Vale, hablaré con ella. Gracias a los dos. ¿Os las apañaréis bien?
—Claro —respondió el entrenador de manera resuelta, pero aún le temblaban los labios. Me gustó por eso. Regresaron despacio a su coche, aparcado en la acera. El entrenador tenía la mano en el codo de Ellen. También me gustó por eso.
Cerré la puerta, me senté en el banco del recibidor, y me acordé de Mimi diciendo que se sentiría desolada si no me encargaba de la obra juvenil. Y si no firmaba para enseñar a tiempo completo por al menos un año. Y si no asistía a su banquete de boda. Mimi, que opinaba que el sitio de El guardián entre el centeno era la biblioteca de la escuela, y que no hacía ascos a un buen revolcón los sábados por la noche. Ella era uno de esos miembros del cuerpo docente que los chicos recuerdan mucho tiempo después de graduarse y a los que a veces vuelven a visitar cuando ya han dejado de ser niños. Los que a veces aparecen en la vida de un estudiante con problemas en un momento crítico y marcan una diferencia crítica.
Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?, pregunta el proverbio. Pues su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas. Busca ella lana y lino, y con voluntad trabaja con sus manos. Es como nave de mercader, que trae su pan de lejos.
Hay más ropas que aquellas con las que vistes tu cuerpo, todo profesor lo sabe, y la comida no es solo lo que te llevas a la boca. La señorita Mimi había alimentado y vestido a muchos. Y yo me incluía entre ellos.
Me senté allí, en un banco que había comprado en un mercadillo de Fort Worth, con la cabeza agachada y las manos en el rostro. Pensaba en ella y sentía una enorme tristeza, pero mis ojos permanecieron secos.
Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón.