En el tema del amor a primera vista, yo estoy con los Beatles: creo que sucede todo el tiempo. Sin embargo, no sucedió así para Sadie y para mí, aunque la abracé en nuestro primer encuentro, con mi mano derecha ahuecada sobre su pecho izquierdo. Así que supongo que también estoy con Mickey y Sylvia, que decían que el amor es extraño.
El centro y sur de Texas puede ser salvajemente caluroso a mediados de julio, pero el sábado de la fiesta tras la boda hacía un tiempo casi perfecto, con temperaturas en torno a los veinticinco grados y montones de nubes gruesas surcando apresuradamente un cielo del color de los vaqueros desteñidos. Largas cortinas de sol y sombra se deslizaban por el patio trasero de Mimi, el cual tenía una suave pendiente que terminaba en un hilillo de agua turbia que ella llamaba Reguero Anónimo.
Había cintas de amarillo y plata —los colores de Denholm— tendidas en los árboles, y una piñata colgaba de la rama de un pino de azúcar a una altura tentadoramente baja. Ningún niño pasaba cerca sin dirigirle una mirada anhelante.
—Después de la cena, los críos cogerán palos y la destrozarán a golpes —dijo una voz justo detrás de mi hombro izquierdo—. Caramelos y juguetes para todos los niños.
Me volví y contemplé a Mike Coslaw, refulgente (como una alucinación) con unos vaqueros negros ajustados y una camisa blanca de cuello abierto. Un sombrero le caía por la espalda y llevaba una faja multicolor alrededor de la cintura. Divisé a varios jugadores más, incluido a Jim LaDue, vestidos de la misma manera algo ridícula y circulando con bandejas. Mike extendió la suya con una sonrisa ligeramente torcida.
—¿Un canapé, señor Amberson?
Cogí una gamba pinchada en un palillo y la bañé en la salsa.
—Bonito atuendo. Muy del estilo de Speedy González.
—No empiece. Si quiere ver un atuendo de verdad, eche un vistazo a Vince Knowles. —Señaló más allá de la red donde un grupo de profesores jugaban un torpe pero entusiasta partido de voleibol. Contemplé a Vince Knowles vestido con frac y chistera. Se encontraba rodeado de niños que observaban fascinados cómo sacaba pañuelos de la nada. El truco estaba bien logrado, siempre que aún fueras lo suficientemente pequeño como para no fijarte en la tela que asomaba de la manga. Su bigote de betún brillaba a la luz del sol.
—En conjunto, prefiero la imagen de Cisco Kid —dijo Mike.
—Estoy seguro de que sois unos camareros excelentes, pero en el nombre de Dios, ¿quién os convenció para disfrazaros así? ¿Y lo sabe el entrenador?
—Debería; está aquí.
—¿Sí? No lo he visto.
—Está donde la barbacoa, emborrachándose con los del Booster Club. Y en cuanto a la vestimenta… la señorita Mimi puede ser muy persuasiva.
Pensé en el contrato que yo había firmado.
—Lo sé.
Mike bajó la voz.
—Todos sabemos que está enferma. Además… me lo tomo como si estuviera actuando. —Adoptó una pose de torero (lo cual no es fácil cuando cargas con una bandeja de canapés)—. ¡Arriba!
—No está mal, pero…
—Lo sé, todavía no estoy metido en el papel. Tengo que sumergirme, ¿correcto?
—A Brando le funcionaba. ¿Cómo lo veis para este otoño, Mike?
—¿El último año? ¿Con Jim en el pocket? ¿Y Hank Alvarez, Chip Wiggins, Carl Crockett y yo en la línea? Vamos a pasar a las estatales y ese balón de oro va a ir a la vitrina de los trofeos.
—Me gusta tu actitud.
—¿Va a hacer alguna obra en otoño, señor Amberson?
—Ése es el plan.
—Bien. Genial. Guárdeme un papel… pero, con el fútbol, tendrá que ser uno pequeño. Eche un vistazo a la banda, no tocan mal.
La banda no solo no tocaba mal, sino que era bastante buena. El logo en la batería los proclamaba Los Caballeros. El cantante adolescente contó cuatro y la banda se lanzó a interpretar una fresca versión de «Ooh, My Head», la antigua canción de Ritchie Valens (no tan antigua en el verano del 61, a pesar de que Valens llevaba muerto casi dos años).
Me serví una cerveza en un vaso de papel y me acerqué al escenario. La voz del muchacho me resultaba familiar, igual que el teclado, que sonaba como desesperado por ser un acordeón. Y de repente caí en la cuenta. El muchacho era Doug Sahm, que de aquí a no muchos años tendría sus propios éxitos: «She’s About a Mover», por ejemplo; «Mendocino», otro. Sería durante la Invasión Británica, así que la banda, que básicamente tocaba rock tejano, tomaría un nombre seudobritánico: The Sir Douglas Quintet.
—¿George? Ven a conocer a alguien, ¿quieres?
Me volví. Mimi descendía la pendiente del jardín con una mujer a remolque. Lo primero que me llamó la atención de Sadie —lo primero que llamó la atención de todo el mundo, no me cabe duda— fue su altura. Llevaba zapatos planos, como la mayoría de las mujeres de la fiesta, sabiendo que pasarían la tarde y la noche al aire libre andando de un lado para otro, pero aquella era una mujer que probablemente la última vez que había calzado tacones fue en su propia boda, y puede que incluso para tal ocasión hubiera elegido un vestido que ocultara un par de zapatos con tacones bajos o sin tacón, escogidos para no descollar cómicamente sobre el novio en el altar. Medía por lo menos metro ochenta y dos, quizá un poco más. Yo aún le sacaba unos siete centímetros, pero aparte del entrenador Borman y de Greg Underwood, del departamento de historia, yo era el único hombre de la fiesta más alto que ella. Y Greg era como un espárrago. Sadie tenía, en el argot de la época, un buen chasis. Ella lo sabía y se mostraba más cohibida que orgullosa. Así lo atestiguaba su manera de andar.
«Sé que soy demasiado grande para considerarme normal», decían sus andares. Los hombros añadían: «No es culpa mía, crecí así. Como Topsy». Llevaba un vestido sin mangas con rosas estampadas. Tenía los brazos bronceados. No se había puesto más maquillaje que un pintalabios de un suave tono rosado.
No fue amor a primera vista, estoy bastante seguro de ello, pero recuerdo aquella primera visión con sorprendente claridad. Si os contara que me acuerdo con similar claridad de la primera vez que vi a la antigua Christy Epping, mentiría. Claro que fue en un club de baile y ambos estábamos borrachos, así que quizá se me pueda perdonar.
Sadie era guapa a la manera natural de «lo que ves es lo que hay» de una chica americana. Pero había algo más que la definía. El día de la fiesta pensé que se trataba de una simple torpeza propia de las personas grandes. Más tarde descubrí que no era torpe en absoluto. De hecho, era todo lo contrario.
Mimi tenía buen aspecto (o al menos no peor que el día que había ido a mi casa para convencerme de que diera clases a tiempo completo), pero llevaba maquillaje, lo cual era inusual en ella. No ocultaba del todo las bolsas bajo los ojos, probablemente causadas por una combinación de falta de sueño y dolor, ni las nuevas arrugas en las comisuras de la boca. Sin embargo, sonreía, ¿y por qué no? Se había casado con su hombre, había montado una fiesta que estaba teniendo un éxito tremendo, y había traído a una chica bonita con un bonito vestido veraniego para que conociera al único profesor de lengua soltero del instituto.
—Eh, Mimi —saludé, y empecé a subir la suave pendiente hacia ella, sorteando las mesas de cartas (tomadas prestadas del Salón Amvets) donde más tarde la gente se sentaría a comer carne a la parrilla y contemplar la puesta de sol—. Felicidades. Supongo que ahora tendré que acostumbrarme a llamarte señora Simmons.
Sonrió con su sonrisa seca.
—Por favor, cíñete a Mimi, es a lo que estoy acostumbrada. Quiero presentarte a la nueva miembro del cuerpo docente. Ésta es…
Alguien, en un descuido, había olvidado colocar bien una de las sillas plegables, y la alta chica rubia, ya tendiendo la mano y componiendo su sonrisa de «encantada de conocerte», tropezó y se precipitó hacia delante. La silla la acompañó, volcándose, y vi la posibilidad de que ocurriera un desagradable accidente si una de las patas le arponeaba el estómago.
Tiré el vaso de cerveza en la hierba, di un gigantesco paso adelante, y la agarré mientras caía. Mi brazo izquierdo la rodeó por la cintura. La mano derecha aterrizó más arriba, apresando algo cálido y redondo y ligeramente blando. Entre mi mano y su pecho, el algodón de su vestido se deslizó sobre el suave tejido, nailon o seda, de la prenda que llevara debajo. Fue una presentación íntima, pero los batientes ángulos de la silla nos servían de carabina, y aunque me tambaleé levemente por el impulso de sus sesenta y cinco o setenta kilos, mantuve el equilibrio y ella también.
Retiré la mano de la parte de su cuerpo que raramente se estrecha cuando dos extraños son presentados y dije:
—Hola, soy… —Jake. Me faltó un pelo para dar mi nombre del siglo veintiuno, pero lo agarré en el último momento—. Soy George. Encantado de conocerla.
Estaba ruborizándose hasta las raíces del cabello, y probablemente yo también. No obstante, tuvo la cortesía de reír.
—Encantada de conocerle. Creo que acaba de salvarme de un accidente bastante desagradable.
Seguramente. Porque de eso se trataba, ¿lo veis? Sadie no era torpe, era propensa a los accidentes. Resultaba asombroso hasta que comprendías lo que realmente era: una especie de maleficio. Ella era la chica, me contó más tarde, a la que se le quedó el dobladillo del vestido cogido en la puerta del coche cuando llegó con su cita al baile de promoción, de modo que se le desgarró la falda mientras se dirigían al gimnasio. Era la mujer alrededor de la cual todas las fuentes de agua funcionaban mal, de modo que recibía una rociada en la cara; la mujer que era capaz de prender fuego a un librito entero de cerillas cuando se encendía un cigarrillo, de modo que se quemaba los dedos o se chamuscaba el pelo; la mujer a la que se le rompían los tirantes del sujetador durante la Noche de los Padres o que descubría largas carreras en las medias antes de las asambleas escolares en las que estaba previsto que hablara.
Siempre ponía cuidado de no golpearse la cabeza cuando franqueaba una puerta (como aprenden a hacer todas las personas altas sensatas), pero la gente tendía a abrirlas en su dirección justo cuando ella se acercaba. Se había quedado atrapada en ascensores en tres ocasiones, una vez durante dos horas, y el año anterior, en unos grandes almacenes de Savannah, la escalera mecánica recientemente instalada se había tragado uno de sus zapatos. Claro que entonces yo no conocía nada de esto; todo cuanto sabía aquella noche de julio era que una guapa mujer de pelo rubio y ojos azules había caído en mis brazos.
—Veo que tú y la señorita Dunhill ya os lleváis a las mil maravillas —observó Mimi—. Os dejo para que os conozcáis mejor.
O sea que el cambio de señora Clayton a señorita Dunhill ya se ha efectuado, pensé, con formalidades legales o sin ellas. Entretanto, una pata de la silla había quedado clavada en el césped. Cuando Sadie intentó liberarla, al principio no salió. Cuando lo hizo, el respaldo de la silla subió con destreza por su muslo, arrastrando la falda, lo que reveló el bordado superior de la media y una liga del mismo color rosa que las flores de su vestido. Ella soltó un gritito de exasperación. El rubor se oscureció hasta adquirir la alarmante tonalidad de un ladrillo refractario.
Agarré la silla y la afiancé a un lado.
—Señorita Dunhill… Sadie… jamás he visto a una mujer que necesitara tanto una cerveza fría como usted. Acompáñeme.
—Gracias —dijo—. Lo siento. Mi madre me decía que jamás me lanzara sobre un hombre, pero no hay manera de que aprenda.
Mientras la conducía hasta la hilera de barriles, señalando a varios miembros del profesorado por el camino (y asiéndola por el brazo para esquivar a un jugador de voleibol que parecía destinado a chocar con ella mientras retrocedía de espaldas para devolver un globo), me invadió una certeza: podríamos ser colegas y podríamos ser amigos, quizá buenos amigos, pero nunca pasaría de ahí, independientemente de las esperanzas que Mimi pudiera albergar. En una comedia romántica interpretada por Rock Hudson y Doris Day, nuestra presentación se calificaría sin duda como el «encuentro fortuito» entre el chico y la chica, pero en la vida real, frente a un público que aún se sonreía, era una situación violenta y embarazosa. Sí, ella era bonita. Sí, resultaba agradable caminar con una chica tan alta y aun así más baja. Y claro, me había gustado la tierna firmeza de su pecho, acomodada en el interior de una fina doble capa de algodón formal y sugestivo nailon. Pero a menos que uno tenga quince años, un toqueteo accidental en una fiesta no se califica de amor a primera vista.
Conseguí una cerveza para la recién bautizada (o rebautizada) señorita Dunhill, y nos quedamos conversando cerca de la improvisada barra la cantidad requerida de tiempo. Reímos cuando la paloma que Vince Knowles había alquilado para la ocasión asomó la cabeza de su chistera y le picó en un dedo. Le señalé a varios educadores más de Denholm (muchos abandonando ya la Ciudad de la Sobriedad en el Expreso del Alcohol). Dijo que nunca llegaría a conocerlos a todos y yo le aseguré que lo haría. No habló sobre su vida en Georgia como señora Clayton, y yo no pregunté. Le pedí que me llamara si necesitaba ayuda con cualquier cosa. El número requerido de minutos, las tácticas previstas para entablar conversación. Después me dio las gracias de nuevo por haberla salvado de una desagradable caída y fue a ver si podía ayudar a organizar a los niños en la turba revienta-piñatas en la que pronto se convertirían. La observé mientras se alejaba, no enamorado pero sí con cierta lujuria; admito que me quedé ensimismado recordando brevemente el bordado de la media y la liga de color rosa.
Mis pensamientos retornaron a ella aquella noche mientras me preparaba para acostarme. Llenaba un gran vacío de forma muy agradable, y mis ojos no habían sido los únicos que siguieron el seductor contoneo de su avance en el vestido estampado, pero en serio, eso era todo. ¿Qué más podría haber? Había leído un libro titulado Una esposa de fiar poco antes de embarcarme en el viaje más extraño del mundo, y mientras trepaba a la cama, me cruzó por la mente una frase de la novela: «Él había perdido el hábito del romance».
Ése soy yo, pensé mientras apagaba la luz. Totalmente desprovisto de hábitos. Y luego, mientras los grillos me arrullaban con su canto: Pero no solo fue agradable el tacto de su pecho. Fue sentir su peso. El peso de ella en mis brazos.
Al final resultó que yo no había perdido en absoluto el hábito del romance.