Tres semanas más tarde, justo antes de que la escuela cerrara sus puertas durante el verano, fui a Dallas a tomar varias fotografías de los tres apartamentos donde Lee y Marina vivirían juntos. Utilicé una Minox pequeña, sujetándola en la palma de la mano y dejando que la lente asomara entre dos dedos extendidos. Me sentía ridículo —más como las caricaturas con gabardina de Espía contra Espía de la revista Mad que como James Bond—, pero había aprendido a ser cuidadoso con estas cosas. Cuando desafiabas al pasado, este poseía sus propias armas para contraatacar.
Al regresar a casa encontré el Nash Rambler azul celeste de Mimi Corcoran aparcado en la acera. Ella acababa de sentarse tras el volante, pero volvió a bajar nada más verme. Una breve mueca le crispó el rostro —de dolor o esfuerzo—, pero mientras recorría la entrada lucía de nuevo su habitual sonrisa seca. Como si estuviera divirtiéndose a mi costa, pero en el buen sentido. En las manos llevaba un abultado sobre manila, el cual contenía las ciento cincuenta páginas de El lugar del crimen. Finalmente me había rendido a su insistencia…, aunque eso había ocurrido tan solo el día anterior.
—O te ha gustado una barbaridad o no has conseguido pasar de la página diez —le dije, cogiendo el sobre—. ¿Cuál de las dos cosas?
Su sonrisa ahora se mostraba enigmática además de divertida.
—Como todos los bibliotecarios, leo rápido. ¿Podemos hablar dentro? No estamos ni a mitad de junio y ya hace un calor insoportable.
Cierto, y ella estaba sudando, algo que nunca antes había visto. Además, parecía haber perdido peso, lo cual no era bueno para una mujer a la que no le sobraban los kilos.
Sentados en mi sala de estar, con grandes vasos de té helado —yo en la butaca, ella en el sofá—, Mimi me dio su opinión.
—Me encantó lo del asesino disfrazado de payaso. Llámame retorcida, pero lo encontré deliciosamente escalofriante.
—Si tú eres retorcida, yo también lo soy.
Esbozó una sonrisa.
—Estoy segura de que encontrarás un editor. En conjunto, me gustó mucho.
Me sentí un poco herido. Quizá El lugar del crimen había empezado siendo un camuflaje, pero a medida que profundizaba en ella había ido adquiriendo cada vez más importancia. Era como una memoria secreta. Una memoria de los nervios.
—Ese «en conjunto» me recuerda a Alexander Pope, ya sabes, condenando con tímidas alabanzas.
—No era exactamente eso lo que quería decir. —Más reservas—. Es solo que… maldita sea, George, esto no es lo tuyo. Estás destinado a enseñar, y si publicas un libro así, ningún departamento escolar de Estados Unidos te contratará. —Hizo una pausa—. Bueno, excluyendo tal vez Massachusetts.
No repliqué. Me hallaba sin habla.
—Lo que hiciste con Mike Coslaw, lo que hiciste por Mike Coslaw, es la cosa más maravillosa y asombrosa que jamás haya visto.
—Mimi, no fui yo. Él tiene un talento nat…
—Sé que tiene un talento natural, eso quedó patente desde el momento en que pisó el escenario y abrió la boca, pero te diré algo, amigo mío. Algo que cuarenta años en institutos y sesenta años de vida me han enseñado, y me lo han enseñado bien. El talento artístico es mucho más común que el talento para educar el talento artístico. Cualquier padre con mano dura puede aplastarlo, pero educarlo es mucho más complicado. Ése es el talento que tú posees, y en una dosis mucho mayor de la que creó esto. —Tocó el fajo de páginas que descansaba sobre la mesa de café delante de ella.
—No sé qué decir.
—Di gracias y felicítame por mi agudo criterio.
—Gracias. Y tu perspicacia solo se ve superada por tu belleza.
Mi comentario restauró su sonrisa, más seca que nunca.
—No te excedas en tus competencias, George.
—No, señorita Mimi.
La sonrisa desapareció y se inclinó hacia delante. Los ojos azules tras las gafas eran demasiado grandes, nadaban en su rostro. La piel bajo su bronceado se veía amarillenta, y sus anteriormente firmes mejillas estaban hundidas. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Lo habría notado Deke? Pero eso era ridi, como decían los niños. Deke no se daría cuenta de que llevaba los calcetines desemparejados hasta que se los quitara por la noche, y probablemente ni siquiera entonces.
Ella prosiguió:
—Phil Bateman ya no solo amenaza con retirarse; ha tirado de la anilla y lanzado la granada, como diría nuestro entrañable entrenador Borman. Lo cual implica que queda una vacante en el profesorado de lengua. George: ven y enseña a tiempo completo en la ESCD. Gustas a los chicos, y tras la obra juvenil, la comunidad te considera el segundo advenimiento de Alfred Hitchcock. Deke está esperando tu solicitud (me lo dijo precisamente anoche). Por favor. Publica tu novela bajo seudónimo, si quieres, pero ven a enseñar. Es para lo que estás hecho.
Me moría de ganas de decir que sí, porque ella tenía razón. Mi trabajo no era escribir libros ni, desde luego, matar a gente, por mucho que merecieran morir. Y estaba Jodie. Había llegado allí como un extraño, desplazado de su hogar y de su tiempo, y las primeras palabras que me dirigieron aquí —pronunciadas por Al Stevens, en el restaurante— habían sido palabras amistosas. Si alguna vez habéis sentido nostalgia, u os habéis sentido desterrados de todas las cosas y todas las personas que una vez os definieron, sabréis lo importantes que pueden ser unas palabras de bienvenida y unas sonrisas amigables. Jodie era la anti-Dallas, y ahora una de sus ciudadanas destacadas me ofrecía ser un residente en lugar de un visitante. Sin embargo, el momento divisorio se aproximaba. Las nubes habían empezado a concentrarse en el horizonte y el diluvio comenzaría pronto. Solo que aún no estaba aquí. Quizá…
—¿George? Tienes una expresión de lo más peculiar.
—Se llama pensar. ¿Me permites que lo medite, por favor?
Se puso las manos en las mejillas y redondeó su boca en una cómica O de disculpa.
—Vale, mientras, trénzame el pelo y llámame Buckwheat.
No presté atención, pues estaba ocupado pasando revista a las notas de Al. Ya no necesitaba mirarlas para hacerlo. Cuando el nuevo curso escolar arrancara en septiembre, Oswald aún seguiría en Rusia, aunque ya habría iniciado lo que sería una larga batalla administrativa para regresar a América con su mujer y su hija June, de quien Marina se quedaría embarazada en cualquier momento. Se trataba de una batalla que Oswald finalmente ganaría, enfrentando a las burocracias de ambas superpotencias con una instintiva (si bien rudimentaria) astucia. No obstante, no desembarcarían del USS Maasdam y pisarían suelo americano hasta mediados del próximo año. Y en cuanto a Texas…
—Meems, el curso escolar normalmente termina la primera semana de junio, ¿verdad?
—Siempre. Los chicos que necesitan trabajos de verano tienen que concretarlos.
… en cuanto a Texas, los Oswald iban a llegar el 14 de junio de 1962.
—Y cualquier contrato de docente que firme sería de prueba, ¿verdad? ¿Por un año?
—Con posibilidad de renovación si las partes están satisfechas, sí.
—Entonces acabas de conseguir un profesor de lengua a prueba.
Ella rio, batió las palmas, se levantó y extendió los brazos.
—¡Maravilloso! ¡Un abrazo para la señorita Mimi!
La abracé, pero la liberé rápidamente cuando noté que respiraba con dificultad.
—¿Qué demonios le pasa, madam?
Regresó al sofá, cogió su té helado y le dio un sorbo.
—Déjame darte un par de consejos, George. El primero es que, si procedes de climas norteños, nunca llames a una mujer tejana «madam». Suena a sarcasmo. El segundo es que nunca le preguntes a ninguna mujer qué demonios le pasa. Procura que sea algo ligeramente más delicado, como «¿Te encuentras del todo bien?».
—¿Y te encuentras bien?
—¿Por qué no debería? Me voy a casar.
Al principio no pude emparejar este particular zig con su correspondiente zag. Salvo que la expresión de sus ojos sugería que no estaba zigzagueando en absoluto. Daba vueltas en círculo en torno a algo, y probablemente un algo no muy agradable.
—Di «Enhorabuena, señorita Mimi».
—Enhorabuena, señorita Mimi.
—Deke me saltó con la pregunta hace casi un año. Le disuadí diciendo que era demasiado pronto tras la muerte de su esposa, y que desataría habladurías. A medida que pasa el tiempo, ese argumento ha perdido eficacia. De todos modos, teniendo en cuenta nuestras edades, dudo que haya muchas habladurías. La gente de las ciudades pequeñas comprende que las personas como Deke y yo no pueden permitirse el lujo del decoro una vez que alcanzan cierta… digamos meseta de madurez. La verdad es que prefería que las cosas siguieran tal y como estaban. El viejo me quiere mucho más de lo que yo le quiero a él, pero me gusta bastante y, a riesgo de avergonzarte, las damas que han alcanzado cierta meseta de madurez no se muestran reacias a un buen revolcón el sábado por la noche. ¿Te estoy avergonzando?
—No. En realidad, me estás deleitando —respondí.
La sonrisa seca.
—Precioso. Porque mi primer pensamiento por las mañanas cuando salgo de la cama es: «¿Habrá alguna forma de deleitar a George Amberson hoy? Y si es así, ¿cómo?».
—No se exceda en sus competencias, señorita Mimi.
—Ahora hablas como un hombre. —Tomó un sorbo de su té helado—. He venido con dos objetivos, y ya he cumplido el primero. Pasaré al segundo para que puedas continuar con tu día. Deke y yo vamos a casarnos el 21 de julio, que es viernes. Celebraremos una ceremonia íntima en su casa; solo nosotros, el predicador y algunos familiares. Sus padres, que para ser unos dinosaurios están llenos de energía, vienen de Alabama, y mi hermana de San Diego. Organizaremos una recepción en el jardín de mi casa al día siguiente. Desde las dos de la tarde hasta la borrachera en punto. Estamos invitando prácticamente a todos los vecinos de la ciudad. Habrá piñata y limonada para los niños pequeños, barbacoa y barriles de cerveza para los niños grandes, y traeremos una banda de San Antonio. A diferencia de casi todas las bandas de allí, creo que serán capaces de tocar «Louie Louie» además de «La Paloma». Si no nos honras con tu presencia…
—¿Te sentirás desolada?
—Y mucho. ¿Te reservarás ese día?
—Por supuesto.
—Bien. Deke y yo nos iremos a México el domingo, cuando se le haya pasado la resaca. Somos un poco viejos para una luna de miel, pero hay ciertos recursos disponibles al sur de la frontera que no es posible encontrar en el Estado del Revólver. Ciertos tratamientos experimentales. Dudo que funcionen, pero Deke tiene esperanzas. Y qué narices, vale la pena intentarlo. La vida… —Lanzó un triste suspiro—. La vida es demasiado dulce para rendirse sin luchar, ¿no crees?
—Sí —asentí.
—Sí. Hay que resistir. —Me miró detenidamente—. ¿Vas a llorar, George?
—No.
—Bien, porque me sentiría avergonzada. Yo también podría llorar y no se me da bien. Nadie escribiría jamás un poema sobre mis lágrimas. Yo grazno.
—¿Puedo preguntar cómo es de grave?
—Bastante grave —respondió de manera despreocupada—. Me quedan tal vez ocho meses. Es posible que un año. Siempre suponiendo que los tratamientos con hierbas o los huesos de melocotón o las costumbres de México no tengan como efecto una curación mágica, claro.
—Siento mucho oír eso.
—Gracias, George. Lo has expresado con la delicadeza de rigor. Más hubiera sido sentimentaloide.
Esbocé una sonrisa.
—Tengo otra razón para invitarte a nuestra recepción, aunque sobra decir que tu encantadora compañía y tus chispeantes réplicas serían motivo suficiente. Phil Bateman no es el único que se retira.
—Mimi, no lo hagas. Tómate una excedencia si es necesario, pero…
Meneó la cabeza con determinación.
—Sana o enferma, cuarenta años son suficientes. Es hora de dejar paso a manos más jóvenes, ojos más jóvenes y una mente más joven. Siguiendo mi recomendación, Deke ha contratado a una jovencita bien cualificada de Georgia. Se llama Sadie Clayton. Asistirá a la recepción, no conocerá a nadie, y espero que tú seas especialmente amable con ella.
—¿Es señorita Clayton?
—No exactamente. —Mimi me miró con candidez—. Creo que pretende recuperar su nombre de soltera en un futuro cercano, después de cumplir ciertas formalidades legales.
—Mimi, ¿estás haciendo de casamentera?
—En absoluto —respondió… y luego soltó una risita—. Para nada. Aunque serás el único profesor del departamento de lengua que no está comprometido actualmente con nadie, lo que te convierte en la persona adecuada para actuar como su mentor.
Me parecía un salto gigantesco hacia lo ilógico, en especial para una mente tan disciplinada, pero la acompañé hasta la puerta sin mencionarlo. Lo que dije fue:
—Si es tan grave, deberías estar buscando tratamiento ya. Y no hablo de ningún curandero en Juárez. Deberías estar en la Clínica Cleveland. —Ignoraba si la Clínica Cleveland ya existía, pero en aquel momento no me importaba.
—Creo que no. Si me dan a elegir entre morir en una habitación de hospital, llena de tubos y cables, y morir en una hacienda mejicana a la orilla del mar… la solución es de cajón, como te gusta decir. Además, hay otro motivo. —Me miró con franqueza—. El dolor todavía no es muy fuerte, pero me han asegurado que empeorará. En México son menos propensos a adoptar posturas morales a la hora de administrar grandes dosis de morfina. O de Nembutal, si llega el caso. Confía en mí, sé lo que hago.
Basándome en lo que le había sucedido a Al Templeton, suponía que era cierto. La rodeé con los brazos, esta vez abrazándola con mucho cuidado. La besé en una curtida mejilla.
Lo soportó con una sonrisa, y después se escabulló. Sus ojos escrutaron mi cara.
—Me gustaría conocer tu historia, amigo mío.
Me encogí de hombros.
—Soy un libro abierto, señorita Mimi.
Se echó a reír.
—Menuda sandez. Dices que eres de Wisconsin, pero apareces en Jodie con acento de Nueva Inglaterra en la boca y placas de Florida en tu coche. Dices que viajas a Dallas con objeto de investigar, y tu manuscrito pretende tratar sobre Dallas, pero tus personajes hablan como si fueran de Nueva Inglaterra. De hecho, hay un par de veces en que los personajes dicen «epa». Harías bien en cambiarlo.
Y yo que pensaba que mi nueva versión había resultado muy inteligente…
—En realidad, Mimi, los de Nueva Inglaterra lo pronuncian «yepa».
—Anotado. —Continuaba escrutando mi rostro. Me costó un gran esfuerzo no bajar los ojos, pero lo logré—. A veces me sorprendo preguntándome seriamente si no serás un alienígena del espacio, como Michael Rennie en Ultimátum a la Tierra, si no estarás aquí para analizar a los nativos e informar a Alfa Centauri de si aún hay esperanza para nosotros como especie o si deberíamos ser eliminados por rayos de plasma antes de esparcir nuestros gérmenes por el resto de la galaxia.
—Eso es demasiado fantástico —dije con una sonrisa.
—Bien. Detestaría que el planeta entero estuviera siendo juzgado a partir de Texas.
—Si se utilizara a Jodie como muestra, estoy seguro de que la Tierra obtendría la aprobación.
—Te gusta esto, ¿verdad?
—Sí.
—¿Es George Amberson tu verdadero nombre?
—No. Me lo cambié por razones que solo me importan a mí y a nadie más. Te rogaría que no lo aireases. Por motivos obvios.
Ella asintió.
—Descuida. Nos veremos por ahí, George. El restaurante, la biblioteca… y en la fiesta, por supuesto. Serás amable con Sadie Clayton, ¿verdad?
—Dulce como la miel —aseguré, dándole un toque tejano que la hizo reír.
Cuando se marchó, me senté en mi sala de estar durante un buen rato, sin leer, sin ver la televisión. Trabajar en cualquiera de mis manuscritos ni se me pasó por la cabeza. Pensaba en el empleo que acababa de aceptar: un año como profesor de lengua a tiempo completo en la Escuela Superior Consolidada de Denholm, hogar de los Leones. Decidí que no lo lamentaría. Podría rugir tan fuerte como el mejor.
Bueno, sí lamentaría de algo, pero no por mí. Cuando pensaba en Mimi y su situación actual, tenía mucho de lo que lamentarme.