El escenario era una cabeza de playa de luz. Más allá, donde se sentaba el público, se extendía un lago de oscuridad. George y Lennie se encontraban a la orilla de un río imaginario. Los demás hombres se habían marchado, pero no tardarían en regresar; si el gigantón vagamente risueño del peto debía morir con dignidad, George tendría que ocuparse él mismo.
—¿George? ¿Dónde están los otros?
Mimi Corcoran se sentaba a mi derecha. En algún momento me había asido la mano y la apretaba. Fuerte, fuerte, fuerte. Estábamos en la primera fila. Junto a ella, del otro lado, Deke Simmons contemplaba el escenario con la boca ligeramente abierta. Era la expresión de un granjero que divisa un enorme ovni planeando sobre sus tierras.
—Cazando. Se han ido de caza. Siéntate, Lennie.
Vince Knowles nunca sería actor —lo más probable es que acabara siendo vendedor en el concesionario Chrysler-Dodge de Jodie, igual que su padre—, pero una gran actuación puede realzar a todos los integrantes de una producción, y eso había ocurrido esa noche. Vince, que en los ensayos solo logró alcanzar cotas bajas de credibilidad en una o dos ocasiones (fundamentalmente porque su rostro pequeño, inteligente y malhumorado era el reflejo del George Milton de Steinbeck), se había contagiado de Mike. De improviso, hacia la mitad del Acto I, por fin pareció comprender lo que significaba deambular por la vida con un Lenny como único amigo y entonces se introdujo en el papel. Ahora, mientras se echaba hacia atrás un viejo sombrero de fieltro, Vince me recordó a Henry Fonda en Las uvas de la ira.
—¡George!
—¿Sí?
—¿No me vas a reñir?
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes, George. —Sonriendo. La clase de sonrisa que expresa «Sí, sé que soy un bobo, pero no puedo evitarlo». Sentado junto a George en la imaginaria ribera. Despojándose de su propio sombrero, arrojándolo a un lado, despeinándose su corto cabello rubio. Imitando la voz de George. Mike la había clavado con una facilidad espeluznante en el primer ensayo, sin ninguna ayuda por mi parte—. Si estuviera solo podría vivir tan bien… Podría conseguir un empleo y no pasar apuros. —Retomando su propia voz… o la de Lennie, más bien—: Puedo irme. Puedo irme ahora mismo a las montañas y buscar una cueva, si no me quieres contigo.
Vince Knowles agachó la cabeza. Cuando la levantó y pronunció su siguiente frase, la voz sonaba espesa y entrecortada. Era un simulacro de pesar al que jamás llegó a aproximarse ni en sus mejores ensayos.
—No, Lennie. Quiero que te quedes aquí conmigo.
—¡Entonces háblame como antes! ¡Eso de los otros hombres y de nosotros!
Ahí fue cuando oí el primer sollozo quedo procedente del público. Le siguió otro. Y luego un tercero. Jamás lo habría imaginado, ni en mis más disparatados sueños. Un escalofrío me recorrió la espalda, y le robé una mirada a Mimi. No lloraba aún, pero el brillo líquido en sus ojos me indicó que no tardaría. Sí, incluso ella, tan dura como era.
George vaciló y a continuación agarró la mano de Lennie, una cosa que Vince jamás habría hecho en los ensayos. «Eso es de maricas», habría dicho.
—Los hombres como nosotros…, Lennie, los hombres como nosotros no tienen familia. No tienen a nadie en el mundo a quien le importe un bledo lo que les pase. —Tocando con la mano libre la pistola de attrezzo oculta bajo el abrigo. Sacándola parcialmente. Volviéndola a guardar. Después, armándose de valor y descubriéndola por completo. Situándola junto a la pierna.
—¡Pero nosotros no, George! ¡Nosotros no! ¿No está bien eso?
Mike se había esfumado. El escenario se había esfumado. Ahora solo quedaban ellos dos, y para cuando Lennie le suplicaba a George que le hablara del rancho, y de los conejos, y de cómo iban a vivir a cuerpo de rey, la mitad del auditorio sollozaba audiblemente. Vince lloraba tan fuerte que a duras penas conseguía pronunciar sus frases finales, diciéndole al pobre idiota de Lennie que mirara a lo lejos, que el rancho donde iban a vivir estaba al otro lado del río. Si miraba fijamente, podría verlo.
El escenario se sumió lentamente en una oscuridad total, Cindy McComas por una vez operando las luces a la perfección. Birdie Jamieson, el conserje de la escuela, disparó un cartucho de fogueo. Una mujer del público soltó un grito. Esta clase de reacción normalmente viene seguida de una risa nerviosa, pero aquella noche solo se oía el sonido de la gente sollozando en sus butacas. Por lo demás, silencio. Se prolongó por diez segundos. O quizá solo cinco. Como quiera que fuese, se me antojó una eternidad. Entonces estallaron los aplausos, el mejor trueno que haya escuchado jamás en mi vida. Las luces se encendieron. El auditorio entero se había puesto en pie. Las dos primeras filas estaban reservadas para el profesorado y mi mirada se posó por casualidad en el entrenador Borman. Que me aspen si no lloraba también.
En las dos filas del fondo, donde se sentaban juntos todos los deportistas del instituto, Jim LaDue se levantó de un saltó.
—¡Eres una máquina, Coslaw!—gritó. Provocó risas y aplausos.
El elenco salió a saludar al público: primero los futbolistas-vecinos, después Curley y la mujer de Curley, después Candy y Slim y el resto de los peones. Los aplausos empezaron a morir un poco y entonces salió Vince, colorado y feliz, con las mejillas aún mojadas.
Mike Coslaw apareció en último lugar, arrastrando los pies como si estuviera avergonzado, adoptando después una expresión de cómico asombro cuando Mimi gritó «¡Bravo!».
Otros la imitaron y pronto el auditorio resonó con su eco: Bravo, Bravo, Bravo. Mike se inclinó, trazando un arco con el sombrero tan bajo que barrió el escenario. Cuando se irguió, estaba sonriendo. Pero no se trataba de una simple sonrisa; su rostro se había transformado y reflejaba una felicidad reservada para aquellos a quienes finalmente se les ha permitido alcanzar su meta.
Entonces gritó:
—¡Señor Amberson! ¡Suba aquí, señor Amberson!
El elenco inició el cántico de «¡Director! ¡Director!».
—No mates la ovación —rezongó Mimi a mi lado—. ¡Sube ahí arriba, memo!
Así lo hice, y los aplausos se intensificaron de nuevo. Mike me agarró, me dio un abrazo, me levantó del suelo, después me soltó y me dio un efusivo beso en la mejilla. Todos se rieron, yo incluido. Todos nos agarramos de las manos, las alzamos al auditorio e hicimos una reverencia. Mientras escuchaba los aplausos se me ocurrió un pensamiento, uno que me oscureció el corazón. En Minsk había unos recién casados. Lee y Marina llevaban viviendo como marido y mujer exactamente diecinueve días.