Pensé en ofrecerle algunos Kleenex y decidí que no bastarían. En su lugar fui a buscar un trapo de cocina. El muchacho se restregó la cara con él, recuperó algo parecido a la compostura, y luego me miró desconsoladamente. Tenía los ojos rojos e hinchados. No había empezado a llorar al aproximarse a la puerta; daba la impresión de llevar así toda la tarde.
—Está bien, Mike… ¿qué pasa? Anda, cuéntame.
—Todos los del equipo se burlan de mí, señor Amberson. El entrenador empezó a llamarme Clark Gable (esto fue en el Picnic de Primavera de la Manada), y ahora todo el mundo lo hace, hasta Jimmy. —Se refería a Jim LaDue, el veloz quaterback del equipo y el mejor amigo de Mike.
No me sorprendía del entrenador Borman; era un bravucón que predicaba el evangelio del patriotismo y a quien no le gustaba que nadie cazara en su territorio, ni durante la temporada ni fuera de ella. Por otro lado, Mike acostumbraba a oír cosas peores; estando como vigilante de pasillo, había escuchado que le llamaban King Kong Mike, Tarzán de los monos y Godzilla. Él se tomaba a risa los apodos. Esta reacción divertida, incluso distraída, a las calumnias y las burlas puede que sea el mayor don que la altura y el tamaño transmite a los muchachos corpulentos, y con sus casi dos metros y sus ciento veinte kilos, Mike me hacía parecer Mickey Rooney.
Había una única estrella en el equipo de fútbol de los Leones, y esa era Jim LaDue; ¿acaso no poseía su propia valla publicitaria en la intersección de la Autopista 77 y la Ruta 109? Pero si existía un jugador que hacía posible que Jim sobresaliera, ese era Mike Coslaw, quien planeaba firmar por los Texas A & M tan pronto como la temporada sénior terminara. LaDue entraría a formar parte de la Marea Carmesí de Alabama (como él y su padre os contarían encantados), pero si alguien me hubiera pedido que votara por quien tuviera mayores probabilidades de llegar a profesional, habría puesto mi dinero a favor de Mike. Me gustaba Jim, pero presentía que el futuro le deparaba una lesión de rodilla o una luxación de hombro. Mike, por el contrario, parecía hecho para aguantar largos recorridos.
—¿Qué dice Bobbi Jill? —Mike y Bobbi Jill Allnut estaban prácticamente unidos por la cadera. ¿Chica preciosa? Sí, señor. ¿Rubia? Sí, señor. ¿Animadora? ¿Por qué preguntar siquiera?
El chico sonrió.
—Bobbi Jill me apoya en un mil por cien. Dice que sea un hombre y que no permita que los demás tíos me fastidien.
—Una mujercita muy sensata.
—Sí, es la mejor.
—De todas formas, sospecho que no son los insultos lo que te preocupa. —Y cuando no replicó—: ¿Mike? Háblame.
—Voy a hacer el ridículo delante de toda esa gente. Eso me dijo Jimmy.
—Jimmy es un quaterback de la leche, y sé que vosotros dos sois muy amigos, pero de actuar no sabe una mierda. —Mike parpadeó. En 1961 uno no acostumbraba a escuchar la palabra mierda de labios de los profesores, ni aunque estuvieran enfadados. Pero, por supuesto, yo solo era un suplente y eso me disculpaba en parte—. Creo que lo sabes. Como dicen por estos lares, podrás titubear, pero no eres ningún estúpido.
—La gente cree que lo soy —dijo en voz baja—. Y soy estrictamente un estudiante de aprobado raspado. A lo mejor usted no está enterado, porque no sé si los sustitutos llegan a ver las notas, pero es la verdad.
—Eché un vistazo a las tuyas después de la segunda semana de ensayos, cuando vi de lo que eras capaz en el escenario. Eres un estudiante de aprobado porque, como futbolista, se supone que debes ser un estudiante de aprobado. Es parte del ethos.
—¿El qué?
—Dedúcelo por el contexto, pero reserva el papel de tonto para tus amigos. Sin olvidarte del entrenador Borman, que seguro que necesita atar una cuerda a su silbato para acordarse de por qué lado se sopla.
Mike se rio disimuladamente, con los ojos rojos y todo.
—Escúchame. La gente piensa automáticamente que alguien tan grande como tú es estúpido. Corrígeme si quieres; según tengo entendido, llevas paseándote en ese cuerpo desde los doce años, así que deberías saberlo.
No me corrigió. Lo que dijo fue:
—Todos los del equipo se presentaron a la prueba para el papel de Lenny. Fue una farsa. Una burla. —Añadió apresuradamente—: No era nada personal contra usted, señor A. Usted cae bien en el equipo, incluso le cae bien al entrenador.
Efectivamente, un grupo de jugadores se había colado en las pruebas, intimidando a los aspirantes más estudiosos de tal manera que no se atrevían a hablar. Todos solicitaron leer la parte del amigo grandote y tonto de George Milton. Por supuesto que se trataba de una farsa, pero la interpretación de Mike como Lennie había sido lo más opuesto del mundo a una broma. Había sido una condenada revelación. De requerirlo, habría usado una cerca eléctrica para retenerlo en la sala, pero por supuesto no hubo necesidad de tomar medidas tan drásticas. ¿Queréis saber qué es lo mejor de la enseñanza? Presenciar ese momento en que un chico o una chica descubre su don. No existe un sentimiento en la tierra similar. Mike sabía que sus compañeros de equipo se reirían de él, pero de todos modos aceptó el papel.
Por supuesto, al entrenador Borman no le gustó. A los entrenadores Borman del mundo nunca les gusta. En este caso, sin embargo, no había mucho que pudiera hacer al respecto, sobre todo porque yo tenía a Mimi Corcoran de mi lado. Desde luego no podía alegar que necesitaba a Mike para los entrenamientos en abril y mayo. Así que tuvo que conformarse con llamar a su mejor liniero Clark Gable. Hay tipos que no son capaces de desprenderse de la idea de que actuar es para chicas y para maricas que en el fondo desean ser chicas. Gavin Borman pertenecía a esa clase de tipos. En la fiesta anual de los Inocentes en casa de Don Haggarty, se me acercó a quejarse por «meterle cosas raras en la cabeza a ese zoquete».
Le contesté que sin duda era muy libre de expresar su opinión; la opinión es como el culo, todo el mundo tenía uno. Después me alejé, dejándole con un vaso de papel en la mano y una expresión de perplejidad en el rostro. Los entrenadores Borman del mundo también acostumbran a salirse con la suya mediante una suerte de intimidación jocosa, y este era incapaz de entender por qué no le estaba funcionando con el humilde sustituto que se había calzado los zapatos de director de Alfie Norton en el último minuto. Difícilmente podría explicarle a Borman que disparar a un tío para evitar que matara a su mujer y a sus hijos poseía la virtud de cambiar a un hombre.
En el fondo, el entrenador nunca tuvo una oportunidad. Elegí a varios de los demás jugadores (asignándoles papeles de vecinos del pueblo), pero me propuse conseguir que Mike interpretara a Lennie desde el mismo momento en que abrió la boca y dijo: «¡Me acuerdo de los conejos, George!».
Porque se convirtió en Lennie. No solo te secuestraba los ojos —por ser tan condenadamente grande—, sino también el corazón. Te olvidabas de todo, igual que la gente olvidaba sus quehaceres cotidianos cuando Jim LaDue retrocedía para lanzar un pase. Puede que Mike estuviera hecho para machacar las líneas rivales en humilde oscuridad, pero había nacido —bien por obra de Dios, en caso de que exista una deidad semejante, bien por obra de los dados genéticos— para plantarse en un escenario y desaparecer en el interior de otra persona.
—Era una burla para todos menos para ti —observé.
—Para mí también. Al principio.
—Porque al principio no lo sabías.
—No. No lo sabía. —Ronco. Casi susurrando. Agachó la cabeza porque las lágrimas volvieron a aparecer y no quería que yo las viera. El entrenador le había llamado Clark Gable, y si yo se lo recriminara, el hombre afirmaría que solo se trataba de una broma. Una burla. Una pulla. Como si no supiera que el resto del equipo recogería el testigo y lo propagaría. Como si no supiera que esa mierda heriría a Mike de una manera que apodos como King Kong Mike nunca lograría. ¿Por qué la gente se comporta así con las personas que tienen talento? ¿Es envidia? ¿Miedo? Quizá las dos cosas. No obstante, ese chico tenía la ventaja de saber lo bueno que era. Y ambos sabíamos que el verdadero problema no era el entrenador Borman. La única persona que podía impedir que Mike saliera al escenario la noche siguiente era el propio Mike.
—Has jugado al fútbol ante un público nueve veces mayor que el que asistirá al auditorio. Diablos, cuando fuisteis a Dallas para las finales regionales el pasado noviembre, jugaste delante de diez mil o doce mil personas. Y no eran muy amigables.
—El fútbol es diferente. En el campo todos llevamos el mismo uniforme y cascos. La gente solo puede diferenciarnos por nuestros números. Todo el mundo está en el mismo bando…
—Hay otras nueve personas en la obra aparte de ti, Mike, y eso sin contar a los vecinos del pueblo que incluí para dar a tus colegas futbolistas algo que hacer. También son un equipo.
—No es lo mismo.
—Tal vez no sea exactamente igual, pero una cosa sí es la misma: si les fallas, la mierda se desmorona y todos pierden. Los actores, los tramoyistas, las chicas del Pep Club que hicieron la publicidad, y todas las personas que están planeando venir a la obra, algunas de ranchos a ochenta kilómetros. Eso sin contarme a mí. Yo también pierdo.
—Supongo que sí —admitió. Se miraba los pies, poderosos y grandes como eran.
—Podría resistir perder a Slim o a Curley; mandaría a alguien con el libro para que recitara su parte. Supongo que hasta podría resistir perder a la esposa de Curley…
—Ojalá Sandy fuera un poquito mejor —dijo Mike—. Es guapísima, pero cuando acierta con sus frases es de casualidad.
Me permití esbozar una cautelosa sonrisa para mis adentros. Empezaba a creer que esto iba a resolverse bien.
—Lo que no podría resistir, lo que la obra no resistiría, es perderte a ti o a Vince Knowles.
Vince interpretaba a George, el compañero de andanzas de Lennie, y en realidad podríamos resistir su pérdida si pillara la gripe o se rompiera el cuello en un accidente de tráfico (siempre una posibilidad, dada la forma en que conducía el camión de la granja de su padre). Si las cosas se hubieran tornado feas, yo habría ocupado el lugar de Vince; aunque era demasiado grande para el papel, ni siquiera necesitaría leer el texto. Después de seis semanas de ensayos, me lo sabía tan bien como cualquiera de los actores. Mejor que algunos. Sin embargo, no sería capaz de reemplazar a Mike. Nadie sería capaz de reemplazarle, por su combinación única de tamaño y talento real. Mike era el eje.
—¿Y si la jodo? —preguntó, y al darse cuenta de lo que acababa de decir se tapó la boca con la mano.
Me senté a su lado en el sofá. No quedaba mucho espacio, pero me las apañé. Entonces no pensaba en John Kennedy, ni en Al Templeton, ni en Frank Dunning, ni en el mundo del que provenía. Entonces no pensaba en nada que no fuera ese muchachote… y mi obra. Sí, porque en algún punto se convirtió en mía, igual que esta época pasada de líneas telefónicas compartidas y gasolina barata se había convertido en la mía. En aquel momento me preocupaba más por De ratones y hombres que por Lee Harvey Oswald. Pero me preocupaba aún más por Mike.
Le retiré la mano de la boca. La posé sobre un muslo enorme. Situé mis manos en sus hombros. Le miré a los ojos.
—Escúchame —le ordené—. ¿Me estás escuchando?
—Sí, señor.
—Tú no vas a joderla. Dilo.
—Yo…
—Dilo.
—Yo no voy a joderla.
—Vas a dejarlos pasmados. Te lo prometo, Mike —dije apresándole los hombros con fuerza. Era como tratar de hundir los dedos en una roca. Él podría haberme levantado fácilmente y partirme sobre su rodilla, a pesar de mi estatura, pero se limitó a permanecer allí sentado, mirándome con un par de ojos humildes, esperanzados y aún ribeteados de lágrimas—. ¿Me oyes? Te lo prometo.