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Su visita no me sorprendió. Había estado a cargo del pequeño departamento de arte dramático del Instituto Lisbon durante cinco años antes de fugarme a la Era del Fumador Universal, y en ese tiempo había presenciado numerosos casos de miedo escénico. Dirigir a actores adolescentes es como hacer juegos malabares con frascos de nitroglicerina: excitante y peligroso. He visto a chicas que memorizaban y recitaban sus líneas con deliciosa naturalidad en los ensayos quedarse completamente paralizadas en el escenario; he visto a chavales timoratos florecer y crecer un palmo de estatura la primera vez que conseguían arrancar una carcajada del público. He dirigido a estudiantes diligentes pero lentos y al ocasional alumno que exhibe una chispa de talento. Sin embargo, nunca había tenido a un muchacho como Mike Coslaw. Sospecho que hay profesores de instituto y universidad que llevan toda su vida dedicándose al teatro amateur y nunca han tenido a un muchacho como él.

Mimi Corcoran era verdaderamente quien mandaba en la Escuela Superior Consolidada de Denholm, y fue ella quien me engatusó para que me encargara de la obra juvenil cuando a Alfie Norton, el profesor de matemáticas que la había dirigido durante años, le diagnosticaron una leucemia mieloide aguda y le enviaron a Houston para el tratamiento. Intenté negarme, aduciendo que aún no había terminado mis investigaciones en Dallas, pero en el invierno y la primavera de 1961 no iba mucho por allí. Mimi lo sabía porque solía encontrarme disponible cada vez que Deke necesitaba un profesor sustituto de lengua a mitad del curso académico. En lo concerniente a Dallas, básicamente estaba haciendo tiempo. Lee seguía en Minsk y pronto se casaría con Marina Prusakova, la chica del vestido rojo y los zapatos blancos.

—Tienes mucho tiempo en tus manos —había dicho Mimi. Ella misma apoyaba las suyas en las inexistentes caderas con los puños cerrados: aquel día había activado el modo «sin prisioneros»—. Y es un trabajo pagado.

—Ah, sí, ya me informó Deke —respondí—. Cincuenta pavos. Como para pegarme la vida padre.

—¿Qué?

—No importa, Mimi. Por ahora ando bien de dinero. ¿No podemos dejarlo así?

No. No podíamos. La señorita Mimi era un bulldozer humano, y cuando se topaba con un objeto en apariencia inamovible, simplemente bajaba la pala y aceleraba el motor al máximo. Sin mí no habría obra juvenil por primera vez en la historia del instituto, aseguró. Los padres se sentirían decepcionados. El consejo escolar se sentiría decepcionado.

—Y yo me sentiría desolada —añadió juntando las cejas.

—Dios la libre de sentirse desolada, señorita Mimi —manifesté—. Te diré qué podemos hacer. Si se me permite elegir la obra (nada demasiado controvertido, lo prometo), aceptaré.

El ceño fruncido se diluyó en la brillante sonrisa de Mimi Corcoran que siempre convertía a Deke Simmons en un bol de avena cociéndose a fuego lento (lo que, en lo referente a su temperamento, no implicaba una transformación demasiado grande).

—¡Excelente! Y quién sabe, lo mismo descubres a un actor brillante agazapado en nuestras aulas.

—Sí, claro, y los burros vuelan —dije.

No obstante (la vida es una gran broma), descubrí a un actor brillante. Un actor con un don innato. Y en ese momento lo tenía sentado en mi salón la noche antes de la primera de cuatro representaciones de nuestra obra, ocupando casi todo el sofá (que se arqueó humildemente bajo sus ciento veinte kilos), llorando a moco tendido. Mike Coslaw. También conocido como Lennie Small en la adaptación «apta para el instituto» que George Amberson había hecho de la novela de John Steinbeck De ratones y hombres.

Siempre y cuando lograra convencerle para que saliera al escenario al día siguiente.