Eran las siete cuarenta y cinco de la tarde del 18 de mayo de 1961. La luz de un largo anochecer tejano se extendía por mi patio trasero. La ventana estaba abierta y las cortinas aleteaban en una suave brisa. En la radio, Troy Shondell cantaba «This Time». Yo estaba sentado en lo que otrora fuera el segundo dormitorio de la casita, ahora reconvertido en mi estudio. La mesa provenía del mobiliario desechado del instituto. Tenía una pata coja, la cual había calzado. La máquina de escribir era una Webster portátil. Me encontraba revisando las primeras ciento cincuenta páginas o así de mi novela, El lugar del crimen, principalmente porque Mimi Corcoran no cesaba de acosarme para leerla; ella, según había descubierto, era la clase de persona a la que no se podía disuadir con excusas durante mucho tiempo. El trabajo en realidad iba bien. En el primer borrador no había tenido problemas para convertir Derry en la ciudad ficticia de Dawson, y transformar Dawson en Dallas fue todavía más fácil. Inicialmente había introducido esos cambios solo para que el trabajo en curso respaldara mi tapadera cuando finalmente se lo dejara leer a Mimi, pero ahora los cambios parecían vitales e inevitables. Daba la sensación de que el libro había querido tratar sobre Dallas todo el tiempo.
Sonó el timbre de la puerta. Coloqué un pisapapeles encima del manuscrito para que las páginas no salieran volando y fui a ver quién era mi visitante. Recuerdo todo esto con una claridad nítida: la danza de las cortinas, la alisada piedra de río que me servía de pisapapeles, «This Time» sonando en la radio, la alargada luz del ocaso tejano que había llegado a admirar. Debería recordarlo bien. Fue cuando dejé de vivir en el pasado y sencillamente empecé a vivir.
Abrí la puerta y allí se encontraba Michael Coslaw. Sollozaba.
—No puedo, señor Amberson —dijo—. De verdad que no puedo.
—Bueno, Mike, entra —le invité—. Hablemos de ello.