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Vamos a dar otro salto adelante en el tiempo (las narraciones también contienen madrigueras de conejo, cuando uno se para a pensarlo), pero primero tengo que relatar un suceso más de 1960.

Fort Worth. 16 de noviembre de 1960. Kennedy, el presidente electo desde hacía poco más de una semana. La esquina de Ballinger con la Séptima Oeste. El día era frío y plomizo. Los coches despedían gases de combustión blanquecinos. El hombre del tiempo de la K-Life («Todos los éxitos, a todas horas») pronosticaba que la lluvia podría convertirse en aguanieve hacia medianoche, así que cuidado en la carretera los rockanroleros al volante.

Me abrigaba con una zamarra ranchera de piel de vaca y me había encasquetado un gorro de fieltro con orejeras. Estaba sentado en un banco delante de la Asociación de Criadores de Ganado de Texas, mirando hacia la Séptima Oeste. Llevaba allí casi una hora y suponía que la visita del joven a su madre no duraría mucho más. Según las notas de Al, los tres hijos habían abandonado el nido materno tan pronto como les fue posible. Albergaba la esperanza de que ella saliera del edificio de apartamentos con él. La mujer había vuelto al barrio después de varios meses en Waco, donde estuvo ejerciendo como señora de compañía.

Mi paciencia se vio recompensada. Se abrió la puerta de los Apartamentos Rotario y asomó un hombre flacucho que tenía un escalofriante parecido con Lee Harvey Oswald. Sostuvo la puerta y salió una mujer con un chaquetón de tartán y zapatos blancos de enfermera. Le llegaba al hijo a la altura del hombro, pero era de constitución robusta. Llevaba peinado el cabello entrecano hacia atrás, apartado de un rostro surcado por prematuras arrugas. Llevaba un pañuelo rojo. Un pintalabios a juego perfilaba una boca pequeña que parecía insatisfecha y belicosa; la boca de una mujer que cree que el mundo está en su contra y que ha reunido abundantes pruebas a lo largo de los años para demostrarlo. El hermano mayor de Lee Oswald recorrió con paso rápido el camino de cemento. La mujer se apresuró tras él y le agarró el sobretodo por la espalda. El hijo se giró hacia ella en la acera. Daba la impresión de que discutían, pero sobre todo hablaba la mujer. Agitaba un dedo delante de la cara de él. No había forma de que yo pudiera saber por qué le regañaba. Observaba desde una prudente distancia de manzana y media. Después él echó a andar hacia la esquina de la Séptima Oeste con Summit Avenue, tal como me esperaba. Había llegado en autobús y allí era donde se encontraba la parada más cercana.

La mujer permaneció donde estaba por un momento, como indecisa.

Vamos, mamá, pensé. No vas a dejar que se escape tan fácilmente, ¿verdad? Solo está a media manzana calle abajo. Lee tuvo que irse a Rusia para escapar de ese dedo admonitorio.

La mujer fue tras él; al aproximarse a la esquina, alzó la voz y la oí con claridad:

Quieto, Robert, no vayas tan rápido. ¡Todavía no he acabado contigo!

Él miró por encima del hombro pero continuó caminando. Ella le alcanzó en la parada de autobús y le tiró de la manga hasta que él la miró. El dedo reanudó su admonición cual el péndulo de un reloj. Capté frases aisladas: «lo prometiste» y «te lo he dado todo» y (creo) «quién eres tú para juzgarme». No podía ver el rostro de Oswald porque me daba la espalda, pero sus hombros hundidos decían mucho. Dudaba de que aquella fuera la primera vez que mamá le había seguido calle abajo, parloteando todo el camino, ajena a los espectadores. Ella extendió una mano sobre la plataforma de su busto, en ese intemporal gesto materno que expresa «Heme aquí, sí, hijo desagradecido».

Oswald escarbó en su bolsillo trasero, extrajo su cartera, y le entregó un billete. Ella se lo guardó en su bolso sin mirarlo y echó a andar de regreso a los Apartamentos Rotario. Entonces se acordó de algo más y dio media vuelta. La oí claramente. Elevada a un grito para salvar la distancia de quince o veinte metros que ahora los separaban, su voz aflautada era como una garra arañando una pizarra.

—Y llámame si tienes noticias de Lee, ¿me oyes? Todavía uso la línea compartida, es todo lo que puedo permitirme hasta que encuentre un trabajo mejor, y esa Sykes del piso de abajo la ocupa todo el tiempo. Hablé con ella y le canté las cuarenta. «Señora Sykes», le dije…

Un hombre pasó a su lado. Se introdujo un teatral dedo en el oído, sonriendo burlonamente. Si mamá lo vio, no le prestó atención. Ciertamente, hacía caso omiso de la mueca avergonzada de su hijo.

—«Señora Sykes», le dije, «no eres la única que necesita el teléfono, así que te agradecería que acortaras tus llamadas. Y si no lo haces por voluntad propia, puede que avise a un representante de la compañía telefónica para que te obligue». Eso le dije. Así que llámame, Rob. Sabes que necesito tener noticias de Lee.

Aquí llegaba el autobús. Al detenerse, Oswald alzó la voz para hacerse oír por encima del resoplido de los frenos de aire.

—Es un maldito comunista, mamá, y no va a volver a casa. Acostúmbrate.

¡Tú llámame! —se desgañitó ella. Su rostro adusto mostraba unas facciones tensas. Permanecía plantada en el sitio con los pies separados, como un boxeador preparado para encajar un puñetazo. Cualquier puñetazo. Todos los puñetazos. Sus ojos lanzaban miradas desafiantes tras las gafas de arlequín con montura negra. Llevaba el pañuelo atado con un doble nudo bajo la barbilla. La lluvia había empezado a caer, pero no daba la impresión de importarle. Tomó aliento y elevó la voz hasta un tono que rayaba en la estridencia.

—Tengo que saber qué es de mi niño, ¿me oyes?

Robert Oswald subió de un salto al interior del vehículo, sin replicar. El autobús se puso en marcha soltando un resoplido de gases azulados y en ese momento una sonrisa iluminó el rostro de la mujer. Consiguió un efecto que me parecía imposible para una sonrisa: la hizo simultáneamente más joven y más fea.

Un obrero pasó a su lado. No chocó contra ella, ni siquiera la rozó, hasta donde pude observar, pero ella espetó:

—¡Mira por dónde vas! ¿O te crees que la acera es solo tuya?

Marguerite Oswald echó a andar de vuelta a su apartamento. Cuando me dio la espalda, aún sonreía.

Esa tarde regresé en mi coche a Jodie, agitado y pensativo. No vería a Lee Oswald hasta al cabo de otro año y medio, y estaba decidido a detenerle, pero ya me inspiraba más compasión de la que jamás sentí por Frank Dunning.