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El 28 de septiembre, una semana antes del inicio previsto de la Serie Mundial, entré en la Financiera Faith y, después de un breve tira y afloja, hice que me apuntaran seiscientos dólares a que los Piratas de Pittsburgh derrotaban a los Yankees en el séptimo. Acepté una cuota de dos a uno, que era abusiva considerando la gran condición de favoritos de los Yankees. Un día después de que Bill Mazeroski conectara el increíble home run en la novena entrada que sellaba la victoria de los Bucaneros, volví a Dallas y a Greenville Avenue. Creo que si hubiera encontrado desierta la Financiera Faith, habría dado media vuelta y regresado a Jodie… o quizá es simplemente lo que me digo ahora. No lo sé con certeza.

Lo que sé es que había una cola de apostantes para cobrar y me uní a ellos. Tal grupo era como un sueño de Martin Luther King hecho realidad: cincuenta por ciento negros, cincuenta por ciento blancos, cien por cien felices. La mayoría salía con nada más que unos pocos billetes de cinco o a lo sumo un par de veinte, pero también vi a varios tipos que contaban fajos de cien. Un atracador armado que hubiera elegido ese día para robar en la Financiera Faith habría dado un buen golpe, vaya si no.

El pagador era un hombre bajo y fornido con una visera verde. Me hizo la primera pregunta rutinaria («¿Es usted policía? Si lo es, tiene que enseñarme su placa»), y cuando respondí negativamente, me pidió el nombre y el permiso de conducir. Era un carnet totalmente nuevo que había recibido por correo certificado la semana anterior; por fin un documento de Texas que añadir a mi colección. Y tuve cuidado de sujetarlo tapando con el pulgar la dirección de Jodie.

Me pagó mil doscientos dólares. Me los embutí en el bolsillo y me dirigí con paso rápido a mi coche. Ya en la Autopista 77, mientras Dallas se hundía a mi espalda y Jodie crecía cada vez más cerca con cada giro de las ruedas, por fin me relajé.

Tonto de mí.