La semana siguiente cometí un error. Debería haber mostrado mayor sensatez; hacer otra apuesta fuerte debería ser lo último que ocupara mi mente después de todo lo que me había pasado. Diréis que debería haber mantenido la guardia.
Comprendía los riesgos, de veras, pero me preocupaba el dinero. Había llegado a Texas con algo menos de dieciséis mil dólares. Una parte provenía del dinero del juego de Al, pero la mayoría era fruto de dos cuantiosas apuestas, una en Derry y otra en Tampa. Sin embargo, mi estancia de siete semanas en el Adolphus se había merendado más de mil dólares; instalarme en una nueva ciudad costaría fácilmente otros cuatrocientos o quinientos. Comida, alquiler y servicios aparte, iba a necesitar mucha más ropa —y mejor— si quería presentarme en un aula con aspecto respetable. Residiría en Jodie dos años y medio antes de concluir mis asuntos con Lee Harvey Oswald. Catorce mil dólares no iban a ser suficientes. ¿El salario de profesor suplente? Quince dólares y cincuenta centavos al día. Yuju.
Vale, quizá arañando hasta el último centavo, podría haber subsistido con esos catorce de los grandes, más los treinta y a veces hasta cincuenta pavos a la semana como sustituto. Sin embargo, eso me obligaría a no enfermar ni sufrir ningún accidente, cosa en la que no podía confiar. Porque el pasado es ladino además de obstinado. Siempre contraataca. Y sí, quizá había también un elemento de codicia. En ese caso, se basaba menos en el amor al dinero que en el embriagador conocimiento de poder vencer a la tradicionalmente imbatible casa siempre que lo deseara.
Ahora pienso: Si Al hubiera investigado el mercado de valores tan minuciosamente como investigó quién ganó todos esos partidos de béisbol, y todos esos partidos de fútbol, y todas esas carreras de caballos…
Pero no lo hizo.
Ahora pienso: Si Freddy Quinlan no hubiera mencionado que la Serie Mundial prometía ser espectacular… Pero lo hizo.
Y yo volví a Greenville Avenue.
Me dije que todos aquellos carreristas con sombrero de paja que había visto congregados en el exterior de la Financiera Faith (Donde la Confianza es Nuestra Consigna) apostarían también a la Serie y que algunos de ellos se jugarían considerables sumas. Me dije que yo sería uno entre muchos, y que una apuesta mediana por parte del señor George Amberson no atraería la atención (además, declararía vivir en un bonito garaje reconvertido en dúplex de Blackwell Street, allí mismo, en Dallas, en el supuesto de que alguien inquiriera). Diablos, me dije, los tipos que administraban la Financiera Faith probablemente no reconocerían ni por asomo al señor Eduardo Gutiérrez de Tampa, de la misma forma que nadie reconocería a Adán. O para el caso, a Cam, el hijo de Noé.
En fin, me dije muchas cosas, pero todas ellas se reducían a dos ideas básicas: que era perfectamente seguro y que era perfectamente lógico querer hacer algo de dinero aun cuando por el momento tuviera suficiente para vivir. Menudo cretino. Pero la estupidez es una de las dos cosas que, en retrospectiva, vemos con mayor claridad. La otra son las oportunidades perdidas.