Esa noche volví a Al’s Diner y me presenté al director de la Escuela Superior Consolidada de Denholm y a su medio novia bibliotecaria. Me invitaron a sentarme con ellos.
Deke Simmons era un hombre alto y calvo que debía de rondar los sesenta. Mimi Corcoran era una mujer de tez morena y con gafas. Sus azules ojos tras las bifocales me inspeccionaban de arriba abajo en busca de pistas. Caminaba con la ayuda de un bastón, manejándolo con la destreza descuidada (casi desdeñosa) que proporcionaba el uso prolongado. Los dos, me hizo gracia verlo, llevaban banderines del equipo de Denholm y lucían chapas doradas en las que se leía ¡TENEMOS EL PODER DE JIM! Era viernes por la noche en Texas.
Simmons me preguntó si me gustaba Jodie (mucho), cuánto tiempo había estado en Dallas (desde agosto) y si disfrutaba con el fútbol preuniversitario (desde luego que sí). Lo más cercano a una pregunta sustancial que llegó a formular fue si yo confiaba en mi capacidad para hacer que los chicos «razonaran». Porque, añadió, muchos sustitutos tenían problemas en ese sentido.
—Estos profesores jóvenes nos los envían al despacho como si no tuviéramos cosas mejores que hacer —dijo, y acto seguido masticó un bocado de su Berrenburguesa.
—La salsa, Deke —indicó Mimi, y él se limpió obedientemente la comisura de la boca con una servilleta de papel del dispensador.
Ella, entretanto, continuaba con el inventario de mi persona: chaqueta, corbata, corte de pelo. Los zapatos ya habían recibido una buena ojeada mientras me acercaba a su reservado.
—¿Tiene referencias, señor Amberson?
—Sí, señora. Impartí muchas clases como profesor suplente en el condado de Sarasota.
—¿Y en Maine?
—Allí no demasiadas, aunque en Wisconsin enseñé durante tres años de manera regular antes de dedicarme a tiempo completo a mi libro. Bueno, tan a tiempo completo como mis finanzas me lo permitían. —Tenía realmente referencias de la Escuela Secundaria de St. Vincent, en Madison. Era una buena carta de recomendación; la había escrito yo mismo. Por supuesto, si alguien las comprobaba, me colgarían. Deke Simmons no las comprobaría, pero quizá sí Mimi ojos de lince, con su curtida tez de vaquero.
—¿Y de qué trata su novela?
Por eso también podrían colgarme, pero decidí ser sincero. O en cualquier caso, tan sincero como me fuera posible, dadas mis peculiares circunstancias.
—Una serie de asesinatos y su efecto sobre la comunidad donde ocurren.
—¡Válgame Dios! —exclamó Deke.
Ella le dio un golpecito en la mano.
—Calla. Continúe, señor Amberson.
—Mi escenario original era una ciudad ficticia de Maine (la llamaba Dawson), pero después decidí que sería más realista si la ambientaba en una ciudad real, una más grande. Al principio pensé en Tampa, pero por algún motivo no encajaba bien…
La mujer rechazó Tampa con un gesto de la mano.
—Demasiado pastelosa. Demasiados turistas. Usted buscaba algo un poco más… insular, sospecho.
Una dama muy perspicaz. Sabía más acerca de mi libro que yo mismo.
—Correcto. Así que decidí probar con Dallas. Creo que es el lugar idóneo. Sin embargo…
—Sin embargo, usted no quería vivir allí.
—Exacto.
—Ya veo. —Picoteó de su ración de pescado frito. Deke la observaba con una ligera expresión de aturdimiento. Ella parecía poseer lo que fuese que él anhelaba mientras recorría al galope la recta final de su vida. No era tan extraño; todo el mundo ama a alguien alguna vez, como tan sabiamente apuntó Dean Martin. Pero no durante muchos años.
—Y cuando no está escribiendo, ¿qué le gusta leer, señor Amberson?
—Oh, prácticamente de todo.
—¿Ha leído El guardián entre el centeno?
Oh, oh, pensé.
—Sí, señora.
Se mostró impaciente.
—Llámeme Mimi. Hasta los chicos me llaman así, aunque insisto en que agreguen un «señorita» delante por decoro. ¿Qué opina del cri de coeur del señor Salinger?
¿Mentir o decir la verdad? Aunque no me lo pregunté en serio. Esa mujer me leería la mentira en el rostro igual que yo leería… bueno… una valla publicitaria por la IMPUGNACIÓN DE EARL WARREN.
—Creo que dice mucho sobre cuan desastrosos fueron los cincuenta y sobre lo buenos que pueden ser los sesenta. Claro está, siempre que los Holden Caulfield de América no pierdan su indignación. Ni su coraje.
—Ummm…, no sé. —Jugueteaba con su pescado, pero no la veía comer nada. No era de extrañar que su aspecto diera la impresión de que podías graparle una cuerda en la espalda del vestido y echarla a volar como una cometa—. ¿Cree que debería estar en la biblioteca de la escuela?
Lancé un suspiro, pensando en cuánto habría disfrutado viviendo y enseñando a tiempo parcial en la ciudad de Jodie, Texas.
—La verdad, señora… Mimi…, es que sí. Aunque también opino que solo debería prestarse a ciertos alumnos, y a discreción de la bibliotecaria.
—¿De la bibliotecaria? ¿No de los padres?
—No, señora. Ése es un terreno resbaladizo.
Mimi Corcoran esgrimió una amplia sonrisa y se dirigió a su pretendiente.
—Deke, el sitio de este caballero no es la lista de suplentes. Debería dar clases a tiempo completo.
—Mimi…
—Sí, lo sé, no hay vacantes en el departamento de lengua, pero si se queda por aquí, tal vez pueda entrar cuando ese idiota de Phil Bateman se retire.
—Meems, eso es muy indiscreto.
—Sí —asintió ella, pero en realidad me hizo un guiño—. Y también muy cierto. Envíe a Deke sus referencias de Florida, señor Amberson. Deberían servir de sobra. Mejor aún, llévelas usted mismo la semana que viene. El año escolar ya ha empezado y no tiene sentido perder el tiempo.
—Llámeme George —pedí.
—Desde luego —dijo ella. Apartó su plato—. Deke, esto es horrible. ¿Por qué comemos aquí?
—Porque a mí me gustan las hamburguesas y a ti la tarta de fresas de Al.
—Ah, sí —dijo la mujer—. La tarta de fresas. Vamos allá. Señor Amberson, ¿se quedará para el partido de fútbol?
—Esta noche no —respondí—. Tengo que volver a Dallas. Tal vez para el partido de la próxima semana. Siempre que consideren oportuno emplearme.
—Si a Mimi le gusta, a mí me gusta —dijo Deke Simmons—. No puedo garantizarle un día cada semana, pero calculo que algunas semanas podrá dar clases dos o incluso tres días. Así en promedio se compensará.
—Estoy seguro.
—El salario de un profesor suplente no es alto, me temo… —Lo sé, señor. Solo busco una manera de aumentar mis ingresos.
—El libro del Guardián nunca formará parte de nuestra biblioteca —dijo Deke dirigiendo una pesarosa mirada de soslayo a su amada, que fruncía los labios—. El consejo escolar nunca lo aprobaría y Mimi lo sabe. —Otro gran mordisco a su Berrenburguesa.
—Los tiempos cambian —replicó Mimi Corcoran; después, señaló el servilletero y luego la boca del director—. Deke. La salsa.