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Varias semanas de cacería por Dallas me habían reportado exactamente un solo apartamento posible, cuyo propietario resultó ser un hombre con quien no deseaba tratos. En Jodie tardé tres horas en encontrar un sitio con una pinta excelente. No era un apartamento, sino una casita estrecha y alargada (lo que se llamaba una «casa escopeta») de cinco habitaciones. Se encontraba en venta, me informó el agente inmobiliario, pero la pareja propietaria estaría dispuesta a alquilarla a una persona decente. Contaba con un patio sombreado por olmos, un garaje para el Sunliner… y aire acondicionado central. El precio era razonable, dadas las comodidades.

Desperté cierta curiosidad en el agente, que se llamaba Freddy Quinlan, pero no demasiada. Supongo que la matrícula de Maine en el coche le parecía exótica. Lo mejor de todo, me sentía fuera de la sombra que se había abatido sobre mí en Dallas, Derry y Sunset Point, donde mi última residencia yacía ahora en cenizas.

—¿Y bien? —preguntó Quinlan—. ¿Qué opina?

—La quiero, pero no puedo darle una respuesta esta tarde. Antes he de ver a un hombre. Imagino que mañana no abrirá, ¿o sí?

—Sí, señor. Los sábados abro hasta el mediodía. Después me voy a casa y veo el partido de la semana en la televisión. Parece que la Serie Mundial de este año va a ser la leche.

—Sí, es cierto —asentí.

Quinlan extendió la mano.

—Ha sido un placer conocerle, señor Amberson. Apuesto a que le gustará Jodie. Somos buena gente y espero que todo le salga bien.

Le estreché la mano.

—Yo también.

Como había dicho Al Stevens, un poco de esperanza nunca ha hecho daño a nadie.