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Aquella noche no pude conciliar el sueño. Empezaba a adormilarme y entonces veía el rostro de Ray Mack Johnson, complacido y cubierto de aceitoso sudor mientras culpaba de dos mil años de esclavitud, asesinato y explotación a un muchacho adolescente que escudriñó el manubrio de su padre. Me despertaba sobresaltado, me calmaba, me adormilaba… y entonces veía al hombrecillo de la bragueta bajada metiéndose el cañón de su pistola de bolsillo en la oreja. «¿Es esto lo que quieres, Linda?». Un último arrebato de chulería antes del sueño eterno. Y volvía a despertar. Lo siguiente fue la visión de un grupo de hombres en un sedán negro arrojando un cóctel molotov a través de la ventana delantera de mi casa en Sunset Point: Eduardo Gutiérrez intentando deshacerse de su yanqui de Yanquilandia. ¿Por qué? Porque no le gustaba perder, eso era todo. Para él, eso era suficiente.

Finalmente me rendí y me senté junto a la ventana, donde el aire acondicionado vibraba animosamente. En Maine la noche sería lo bastante fría y vigorizante como para empezar a colorear los árboles, pero allí en Dallas, a las dos y media de la madrugada, el termómetro aún marcaba veinticuatro grados y el ambiente era húmedo.

—Dallas, Derry —dije mientras observaba la cuneta silenciosa de Commerce Street. El cubo enladrillado del Depósito de Libros no se veía, pero se encontraba cerca. A cuatro pasos.

—Derry, Dallas.

Cada nombre constaba de dos sílabas que se partían en la letra doble como un trozo de leña sobre una rodilla doblada. No podía quedarme allí. Treinta meses en la Gran D me volverían loco. ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que empezara a ver grafitis como MATARÉ A MI MADRE PRONTO? ¿O a vislumbrar una figura de Jesucristo flotando en el río Trinity? Fort Worth quizá fuera mejor, pero Fort Worth no estaba lo bastante lejos.

¿Qué me obliga a quedarme en uno de los dos sitios?

El pensamiento me sobrevino poco después de las tres de la mañana y poseía la fuerza de una revelación. Yo tenía un coche estupendo —un coche del que en cierto modo me había enamorado, a decir verdad— y en el centro de Texas no escaseaban las carreteras buenas y rápidas, muchas de las cuales se habían construido recientemente. En el siglo veintiuno estarían colapsadas por el tráfico, pero en 1960 se veían casi misteriosamente desiertas. Había límites de velocidad, pero no se respetaban. En Texas, hasta la policía estatal creía en el evangelio de pisar a fondo el acelerador y dejar que rugiera.

Podría escapar de la sombra agobiante que sentía cerniéndose sobre la ciudad. Podría encontrar un sitio más pequeño y menos amenazador, un sitio que no sintiera tan embriagado de odio y violencia. A plena luz del día podría decirme a mí mismo que estaba imaginando cosas, pero no en el foso de la noche. En Dallas vivía sin duda buena gente, miles y miles de personas buenas, la gran mayoría, pero aquel acorde latente estaba allí y a veces saltaba. Como ocurrió en La Rosa del Desierto.

Bevvie-la-del-ferry había dicho «Creo que en Derry los malos tiempos han terminado».

No estaba del todo convencido en cuanto a lo de Derry, y lo mismo me ocurría en el caso de Dallas, incluso aunque el peor día de su historia aún se hallara a tres años en el futuro.

—Vendré a diario —resolví—. George quiere un lugar tranquilo y bonito donde escribir su libro, pero como trata sobre una ciudad (una ciudad encantada), realmente tiene que viajar a ella todos los días, ¿verdad? Para conseguir material.

No era extraño que hubiera tardado casi dos meses en ocurrírseme esta idea; las respuestas más simples de la vida a menudo son también las más fáciles de ignorar.

Regresé a la cama y caí dormido casi al instante.