Doblé mi pañuelo y lo presioné con cuidado sobre el orificio en el vestido rojo de la muchacha. No sé cuan grave era la herida, pero aún le quedaba energía suficiente para proferir un estacionario torrente de expresiones coloridas que probablemente no había aprendido de su madre (aunque, ¿quién sabe?). Y cuando la incomodó que un individuo de la creciente muchedumbre se arrimara demasiado, gruñó:
—Deja de mirarme el escote, bastardo fisgón. Para eso tienes que pagar.
—Ese hijueputa d’ahí no puede estar más muerto —observó un tipo, arrodillándose junto al hombre al que habían echado de La Rosa del Desierto. Una mujer se puso a chillar.
Sirenas aproximándose; ellas también chillaban. Reconocí a otra de las damas que me había abordado durante el paseo por Greenville Avenue, una pelirroja con pantalones pirata. La llamé por señas. Ella se tocó el pecho en un gesto de «¿quién, yo?» y asentí con la cabeza. Sí, tú.
—Sujeta este pañuelo sobre la herida —le ordené—. Trata de detener la hemorragia. Tengo que irme. Me dirigió una sonrisita avispada.
—No quieres que la poli te pesque rondando por aquí, ¿eh?
—No, la verdad. No conozco a ninguna de estas personas. Solo estaba de paso.
La pelirroja se arrodilló junto a la chica que sangraba y maldecía en la acera. Presionó el empapado pañuelo y dijo:
—Cariño, ¿no lo estamos todos?