Dios me bendijo con otro día abrasador, y la búsqueda de apartamento era un trabajo que daba sed. Tras abandonar la docta compañía de Ray Mack Johnson, sentí que necesitaba una cerveza. Decidí tomarla en Greenville Avenue. Si el señor Johnson no recomendaba el vecindario, supuse que debería echarle un vistazo.
Él tenía razón en dos aspectos: no había segregación racial (más o menos) y era una calle peligrosa. Era también una calle animada. Aparqué y di un paseo, saboreando la atmósfera carnavalesca. Pasé por delante de casi dos docenas de bares, unos cuantos cines de segunda (ENTRA, DENTRO ESTÁ LO FRESCO, decían los toldos que aleteaban en las marquesinas bajo un viento cálido de Texas con aroma a petróleo) y un club de striptease.
—¡Chicas, chicas, chicas, el mejor espectáculo del mundo entero! ¡El mejor burlesque que jamás hayáis visto! ¡Estas damas se afeitan! ¿Entendéis a lo que me refiero? —anunciaba a voz en cuello un pregonero en la acera.
Me encontré también con tres o cuatro casas de préstamos rápidos y cobro de cheques. Plantada con descaro delante de uno de estos establecimientos —Financiera Faith, Donde la Confianza es Nuestra Consigna—, había una pizarra con las palabras CUOTAS DEL DÍA impresas en la parte superior y SOLO POR DIVERSIÓN en la inferior. Varios hombres con sombrero de paja y tirantes (una imagen que parecía reservada únicamente a los jugadores entregados a la causa) se congregaban alrededor discutiendo las cuotas ofertas. Algunos tenían programas de carreras; otros, la sección de deportes del Morning News.
Solo por diversión, pensé. Sí, sí, seguro. Por un momento imaginé mi choza de la playa ardiendo en la noche, las llamas elevándose hacia la negrura estrellada de la noche, arrastradas por la brisa del golfo. La diversión tenía sus desventajas, especialmente cuando había apuestas de por medio.
La música y el olor a cerveza emergían al exterior a través de las puertas abiertas. Oí a Jerry Lee Lewis cantando «Whole Lotta Shakin’ Goin’ On» en una máquina de discos; en el local contiguo, Ferlin Husky interpretaba de manera emocionada «Wings of a Dove». Recibí proposiciones deshonestas de cuatro putas y un vendedor callejero que mercadeaba con tapacubos, navajas de afeitar engastadas y banderas del Estado de la Estrella Solitaria con las palabras NO JUEGUES CON TEXAS en relieve. Ya podrían traducir ese lema al latín.
Aquella turbadora sensación de déjà vu era muy fuerte, aquella impresión de que allí las cosas no andaban bien, como algo que ya hubiera sucedido antes. Era una locura —jamás en mi vida había estado en Greenville Avenue—, pero resultaba imposible negarla; nacía del corazón más que de la cabeza. De golpe decidí que no quería una cerveza. Tampoco quería alquilar el garaje reconvertido del señor Johnson, por muy bueno que fuera el aire acondicionado.
Acababa de pasar por delante de un bebedero llamado La Rosa del Desierto, donde se oía a Muddy Waters sonando a todo volumen en la rockola. Cuando daba media vuelta para emprender el regreso a donde tenía aparcado el coche, un hombre salió volando por la puerta. Trastabilló y cayó despatarrado en la acera. Hubo un estallido de carcajadas en el oscuro interior del bar.
—¡Y no vuelvas por aquí, pichacorta! —gritó una mujer, lo cual generó más carcajadas (y más desenfrenadas).
El cliente expulsado sangraba por la nariz, que estaba severamente torcida, y por un arañazo que le cruzaba el lado izquierdo de la cara desde la sien hasta la línea de la mandíbula. Los ojos, abiertos como platos, parecían conmocionados. La camisa, por fuera de los pantalones, aleteaba casi contra sus rodillas mientras él se agarraba a una farola y trataba de levantarse. Una vez de pie, fulminó con la mirada a todo cuanto le rodeaba, sin ver nada.
Di uno o dos pasos en su dirección, pero antes de que pudiera llegar hasta él, una de las mujeres que me había preguntado si quería compañía se acercó contoneándose sobre sus tacones de aguja. Salvo que no era una mujer, en verdad no. Tendría dieciséis años a lo sumo, grandes ojos oscuros y una piel tersa de color café. Sonreía, pero no de forma mezquina, y cuando el hombre del rostro ensagrentado se tambaleó, ella le asió por el brazo.
—Despacio, cielo —dijo la chica—. Necesitas calmarte antes de…
El hombre se recogió los faldones de la camisa. La carne pálida le caía sobre la cintura de sus pantalones de gabardina, y hundida en la grasa se veía la culata de nácar de una pistola, mucho más pequeña que el revólver que yo había comprado en la tienda de Artículos Deportivos Machen’s; poco más que un juguete, en realidad. La bragueta estaba medio bajada y atisbé unos calzoncillos bóxer con coches de carreras rojos estampados. De eso me acuerdo. Sacó la pistola, presionó la boca del cañón contra el estómago de la prostituta y apretó el gatillo. Se oyó una estúpida minidetonación, no mayor que el sonido de un petardo pequeño explotando en un bote de hojalata. La mujer gritó y se sentó en la acera con las manos entrecruzadas sobre el vientre.
—¡Me has disparado! —Daba la impresión de estar más furiosa que herida, pero la sangre empezaba a derramarse entre sus dedos—. ¡Me has disparado, maricón de mierda! ¿Por qué me has disparado?
El hombre hizo caso omiso, se volvió hacia la puerta de La Rosa del Desierto y la abrió de un tirón. Yo no me había movido del sitio en el que estaba cuando disparó a la guapa prostituta, en parte porque me había quedado helado por el estupor, pero principalmente porque todo había ocurrido en cuestión de segundos; algo más de lo que necesitaría Oswald para matar al presidente de Estados Unidos, quizá, aunque no mucho más.
—¿Es esto lo que quieres, Linda? —gritó él—. Si esto es lo que quieres, te daré lo que quieres.
Se metió la boca del arma en la oreja y apretó el gatillo.