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Tenía mi propio plan para el período comprendido entre agosto de 1960 y abril de 1963. Mantendría vigilado a Oswald cuando este regresara de Rusia, pero no interferiría. A causa del efecto mariposa, no podía permitirme ese lujo. Si existe una metáfora más estúpida que «cadena de acontecimientos», no la conozco. Las cadenas son fuertes (aparte de las que todos aprendemos a fabricar con tiras de papel coloreado en la guardería, supongo). Las utilizamos para extraer los bloques del motor de los camiones y para atar de brazos y piernas a los prisioneros peligrosos. Ya no simbolizaba la realidad tal como yo la entendía. Los sucesos son frágiles, os lo digo, son un castillo de naipes, y con solo aproximarme a Oswald (por no hablar ya de intentar advertirle de que no cometiera un crimen que ni siquiera había concebido aún) bastaría para regalar mi única ventaja. La mariposa desplegaría sus alas, y el curso de la vida de Oswald se alteraría.

Quiza al principio fueran cambios pequeños, pero como nos cuenta la canción de Bruce Springsteen, de cosas pequeñas, nena, un día las grandes llegan. A lo mejor eran cambios buenos, cambios que salvarían al hombre que en la actualidad era senador júnior por Massachusetts. Sin embargo, no lo creía. Porque el pasado es obstinado. En 1962, según una de las anotaciones garabateadas en el margen, Kennedy iba a estar en Houston, en la Universidad Rice, dando un discurso sobre el viaje a la luna. «Auditorio abierto, no podio aprueba de balas», había escrito Al. Houston se encontraba a menos de cuatrocientos kilómetros de Dallas. ¿Y si Oswald decidía abatir al presidente allí?

O supongamos que Oswald era exactamente lo que él afirmaba ser, un cabeza de turco. ¿Y si lo ahuyentaba de Dallas y volvía a Nueva Orleans y Kennedy aún moría, víctima de un disparatado complot de la mafia o de la CIA? ¿Tendría yo el valor suficiente para volver a atravesar la madriguera de conejo y empezar desde cero? ¿Salvar una vez más a la familia Dunning? ¿Salvar una vez más a Carolyn Poulin? Ya había dedicado casi dos años a esa misión. ¿Estaría dispuesto a invertir otros cinco, sabiendo que el resultado sería tan incierto como siempre?

Mejor no tener que averiguarlo.

Mejor cerciorarse.

En el trayecto de Nueva Orleans a Texas había decidido cuál sería la mejor forma de controlar a Oswald sin interponerme en su camino: yo viviría en Dallas mientras él estuviera en la ciudad hermana de Fort Worth y después me trasladaría a Fort Worth cuando Oswald se mudara con su familia a Dallas. La idea poseía la virtud de la simplicidad, pero no funcionaría. Lo comprendí en las semanas posteriores a la tarde en que miré el Depósito de Libros por primera vez y tuve la fuerte sensación de que el edificio —como el abismo de Nietzsche— me miraba a mí.

En aquel año de elecciones presidenciales, pasé los meses de agosto y septiembre recorriendo Dallas en el Sunliner a la caza de un apartamento (después de tanto tiempo seguía añorando profundamente mi GPS y me detenía con frecuencia a preguntar cómo llegar a los sitios). No encontraba nada a mi gusto. Al principio pensaba que se trataba de los propios apartamentos. Después, cuando empecé a palpar mejor el ambiente de la ciudad, comprendí que se trataba de mí.

La verdad era que detestaba Dallas, y ocho semanas de duro estudio bastaban para hacerme creer que existía mucho que detestar. El Times Herald (que muchos lugareños llamaban rutinariamente el Slimes Herald) era un aburrido gigante de la propaganda barata. El Morning News podría deshacerse en elogios al hablar sobre cómo Dallas y Houston estaban inmersos «en una carrera hacia el cielo», pero los rascacielos a los que se refería la editoral eran una isla de parafernalia arquitectónica rodeada por anillos que llegué a denominar mentalmente El Gran Culto Apartamentístico de América. Los periódicos ignoraban los suburbios donde las divisiones por criterios raciales empezaban a fundirse. Más hacia las afueras se extendían interminables urbanizaciones de clase media; allí vivían principalmente veteranos de la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea cuyas mujeres pasaban el día limpiando los muebles con abrillantador Pledge y haciendo la colada en lavadoras Maytag. La mayoría tenían 2,5 hijos. Los adolescentes cortaban el césped de las casas, repartían el Slimes Herald en bicicleta, enceraban el coche familiar con Turtle Wax, y escuchaban (furtivamente) a Chuck Berry en transistores. Tal vez diciendo a sus angustiados padres que era blanco.

Más allá de los barrios residenciales de las afueras y sus casas con aspersores giratorios en los céspedes se abrían vastas extensiones de vacío. Aquí y allá irrigadores giratorios aún proporcionaban servicio a los cultivos algodoneros, pero el Rey Algodón estaba prácticamente muerto, reemplazado por interminables hectáreas de maíz y soja. Los cultivos reales del condado de Dallas eran los productos electrónicos, los textiles, la mierda de toro y el dinero negro de los petrodólares. No había demasiadas torres de perforación en la zona, pero cuando el viento soplaba del oeste, donde se encuentra la Cuenca Pérmica, las ciudades gemelas apestaban a petróleo y gas natural.

El distrito comercial estaba plagado de hormiguitas afanosas que vestían con lo que llegué a denominar mentalmente el Dallas de Gala: chaquetas a cuadros, corbatas estrechas sujetas con vistosos alfileres (estas joyas, la versión en los años 60 del bling-bling, normalmente estaban engarzadas con diamantes u otros sucedáneos pasables que brillaban en el centro), pantalones blancos Sansabelt y llamativas botas de vaquero con complejos bordados. Trabajaban en bancos y compañías de inversiones. Vendían futuros de soja y arrendamientos petroleros y propiedades al oeste de la ciudad, terrenos donde nada crecería excepto el estramonio y los cardos. Intercambiaban palmaditas en los hombros con manos que lucían anillos y se llamaban unos a otros «hijo». En sus cinturones, donde los ejecutivos de 2011 enganchaban su teléfono móvil, muchos portaban un arma en una funda hecha a mano.

Había vallas publicitarias que abogaban por la destitución de Earl Warren como presidente del Tribunal Supremo; vallas publicitarias que mostraban a Nikita Khrushchev gruñendo (NYET, CAMARADA KHRUSHCHEV, rezaba el texto, ¡VAMOS A ENTERRARTE!); había una en el lado oeste de Commerce Street que decía EL PARTIDO COMUNISTA AMERICANO ESTÁ A FAVOR DE LA INTEGRACIÓN. ¡PIENSA EN ELLO! Este cartel había sido pagado por algo llamado Sociedad Tea Party. Dos veces, en establecimientos cuyos nombres sugerían que sus dueños eran judíos, distinguí esvásticas que habían sido restregadas con jabón.

No me gustaba Dallas. No señor, no señora, de ninguna manera. No me gustó desde el momento en que me registré en el Adolphus y vi que el maître asía por el brazo a un joven camarero encogido y le gritaba a la cara. No obstante, mis asuntos estaban allí, y allí me quedaría. Eso era lo que pensaba entonces.