Tres días más tarde, estaba sentado en un banco de Dealey Plaza contemplando el cubo enladrillado del Depósito de Libros Escolares de Texas. Atardecía y hacía un calor abrasador. Me había desaflojado el nudo de la corbata (si no llevas corbata en 1960, incluso en los días calurosos, es probable que atraigas miradas indeseadas) y me desabotoné el cuello de mi camisa blanca, pero no sirvió de mucho. Como tampoco ayudó la escasa sombra del olmo detrás del banco.
Al registrarme en el hotel Adolphus de Commerce Street, me dieron a elegir entre dos opciones: con o sin aire acondicionado. Pagué los cinco dólares adicionales por una habitación donde el módulo instalado en la ventana bajó la temperatura hasta los veinticinco grados, y si tuviera cerebro en la cabeza, debería volver a ella inmediatamente antes de que me desmayara por un golpe de calor. Quizá refrescara cuando cayera la noche, pero solo un poco.
Sin embargo, aquel cubo de ladrillo me sostenía la mirada, y las ventanas —en especial la situada en la esquina derecha del sexto piso— parecían evaluarme. Existía una palpable sensación de maldad sobre el edificio. Vosotros (si alguna vez hay un vosotros) tal vez os lo toméis a burla y consideréis que no era más que el efecto de mi presciencia única, pero eso no explicaba qué me estaba reteniendo en aquel banco a pesar de aquel calor extenuante. Ni por qué tenía la sensación de que ya había visto ese edificio anteriormente.
Me recordaba a la fundición Kitchener, en Derry.
El Depósito de Libros no estaba en ruinas, pero transmitía la misma sensación de amenaza consciente. Recordé haberme acercado a aquella chimenea sumergida, ennegrecida por el hollín, que yacía entre la hierba como una prehistórica serpiente gigante dormitando al sol. Recordé haber mirado en el interior de su oscuro orificio, tan grande que habría podido adentrarme en él caminando. Y recordé haber presentido que algo habitaba allí dentro. Algo vivo. Algo que quería que entrara. Que lo visitara. Quizá por mucho, mucho tiempo.
Entra, susurraba la ventana del sexto piso. Echa un vistazo. El lugar está ahora vacío, el escaso personal que trabaja aquí en verano ya se ha ido a casa, pero si das la vuelta hasta el muelle de carga junto a las vías del tren, encontrarás una puerta abierta, estoy bastante seguro de ello. Después de todo, ¿qué hay que proteger aquí? Nada salvo libros de texto, y ni siquiera los estudiantes a quienes van destinados los quieren. Como tú muy bien sabes, Jake. Así que entra. Sube al sexto piso. En tu época esto es un museo, viene gente de todo el mundo y algunos aún lloran por el hombre que fue asesinado y por todo lo que podría haber hecho, pero esto es 1960, Kennedy todavía es senador, y Jake Epping no existe. Únicamente existe George Amberson, un hombre con el pelo muy corto y una camisa empapada de sudor y una corbata aflojada. Un hombre de su tiempo, por así decirlo. Así que sube. ¿Tienes miedo de los fantasmas? ¿Cómo puede ser si el crimen aún no ha ocurrido?
Pero allí arriba habitaban los fantasmas. Quizá no los hubiera en Magazine Street de Nueva Orleans, pero ¿allí? Oh, sí. Salvo que nunca tendría que enfrentarme a ellos, porque no entraría en el Depósito de Libros más de lo que me aventuré en aquella chimenea derrumbada en Derry. Oswald conseguiría su empleo apilando libros aproximadamente un mes antes del asesinato, pero esperar tanto sería jugar con fuego. No, me proponía seguir el plan que Al había bosquejado en la sección final de sus notas, la titulada CONCLUSIONES SOBRE CÓMO PROCEDER.
Aun defendiendo la teoría del tirador solitario, Al no descartaba la posibilidad, pequeña pero estadísticamente significativa, de que estuviera equivocado. En sus notas se refería a ella como «la ventana de incertidumbre».
Como en «ventana del sexto piso».
Al había planeado cegar esa ventana para siempre el 10 de abril de 1963, más de medio año antes del viaje de Kennedy a Dallas, y a mí me gustaba la idea. Posiblemente unos días más tarde en ese mes de abril, o con toda probabilidad la noche del mismo día 10 (¿para qué esperar?), mataría al marido de Marina y padre de June del mismo modo que había hecho con Frank Dunning. Y sin ningún escrúpulo. Si vieras a una araña correteando por el suelo hacia la cuna de tu bebé, es posible que vacilaras. Podrías incluso considerar la opción de atraparla en un frasco y sacarla al patio para que continuara viviendo su pequeña vida. Pero ¿y si tuvieras la certeza de que la araña era venenosa? ¿Una viuda negra, por ejemplo? En ese caso, no vacilarías. No si estabas cuerdo.
Levantarías el pie y la aplastarías.