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Saqué la caja fuerte del maletero y la deposité en el asiento del pasajero del Sunliner, quería subirla a la habitación en el Monteleone, y así lo hice. Sin embargo, mientras el portero cogía el resto de mi equipaje, atisbé algo en el suelo del asiento trasero que me hizo ruborizar, me invadió un sentimiento de culpa desproporcionado en relación con el objeto. Pero las enseñanzas de la infancia son las enseñanzas más fuertes, y otra cosa que aprendí en el regazo de mi madre fue a devolver puntualmente los libros de la biblioteca.

—Señor portero, ¿le importaría alcanzarme ese libro, por favor? —pregunté.

—Por supuesto, señó. ¡Encantado!

Se trataba de El informe Chapman, que había cogido prestado de la Biblioteca Pública de Nokomis alrededor de una semana antes de decidir que era hora de calzarme las botas de viaje. La pegatina en la esquina del forro protector —SOLO 7 DÍAS, SEA AMABLE CON EL SIGUIENTE USUARIO— me lo reprochaba.

Ya en mi habitación, miré el reloj y vi que solo marcaba las seis. En verano, la biblioteca no abría hasta el mediodía, pero permanecía abierta hasta las ocho. Las conferencias a larga distancia son una de las pocas cosas más caras en 1960 que en 2011, pero aquel infantil sentimiento de culpa aún persistía. Contacté con la operadora del hotel y le di el número de la biblioteca de Nokomis leyéndolo del portatarjetas pegado a la guarda trasera del libro. El mensaje escrito debajo, «Por favor, llame si va a devolverlo con más de tres días de retraso», me hizo sentir más que nunca como un perro.

Mi operadora habló con otra operadora. De fondo se oía un parloteo de voces apagadas. Me di cuenta de que en la época de la que yo procedía, la mayoría de estas personas que hablaban en la distancia estarían muertas. Entonces, el teléfono empezó a sonar en el otro extremo de la línea.

—Hola, Biblioteca Pública de Nokomis. —Era la voz de Hattie Wilkerson, pero aquella dulce anciana parecía estar atrapada en un enorme cilindro de acero.

—Hola, señora Wilkerson…

—¿Hola? ¿Hola? ¿Me oye? ¡Puñeteras conferencias!

—¿Hattie? —Ahora gritaba—. ¡Al habla George Amberson!

—¿George Amberson? ¡Dios Santo! ¿Desde dónde llama, George?

Casi le conté la verdad, pero el sonar de las corazonadas emitió un único pulso y, por tanto, vociferé:

—¡Baton Rouge!

—¿En Louisiana?

—¡Sí! ¡Tengo uno de sus libros! ¡Lo acabo de encontrar! ¡Voy a enviar…!

—No hace falta que grite, George, la conexión es mucho mejor ahora. La operadora no debió de enchufar la clavija hasta el fondo. Cuánto me alegro de saber de usted. La providencia de Dios quiso que no se encontrara aquí. Estábamos preocupados, a pesar de que el jefe de bomberos aseguró que no había nadie en la casa.

—¿De qué está hablando, Hattie? ¿Mi casa en la playa?

Pero, en serio, ¿qué si no?

—¡Sí! Alguien tiró una botella de gasolina ardiendo por la ventana. Todo fue pasto de las llamas en cuestión de minutos. El jefe Durand piensa que lo hicieron chavales que estaban bebiendo y de jarana. Hay demasiadas manzanas podridas en estos tiempos. Es porque tienen miedo de la bomba, eso dice mi marido.

Seguro.

—¿George? ¿Sigue ahí?

—Sí —respondí.

—¿Cuál es el libro?

—¿Qué?

—¿Cuál es el libro? No me obligue a comprobar el fichero.

—Ah. El informe Chapman.

—Bien, me lo enviará tan pronto como pueda, ¿verdad? Tenemos a unas cuantas personas esperando por él. Irving Wallace es sumamente popular.

—Sí —dije—. Me aseguraré de enviárselo.

—Y lamento mucho lo de su casa. ¿Ha perdido sus pertenencias?

—Tengo conmigo todo lo importante.

—Gracias a Dios. ¿Va a regresar pr…?

Se produjo un clic lo suficientemente fuerte como para aguijonearme el oído; después, el ronroneo de una línea abierta. Colgué el auricular en la horquilla. ¿Regresaría pronto? No vi la necesidad de volver a llamar para responder a esa pregunta. Sin embargo, debería estar atento al pasado, pues presentía los agentes de cambio, y tenía dientes.

Al día siguiente, envié El informe Chapman a la biblioteca de Nokomis a primera hora de la mañana.

Después, partí hacia Dallas.