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Nueva Orleans no se hallaba precisamente en mi camino a la Gran Dallas, pero con el pulso de mi sonar acallado, me sentía con ánimo de hacer turismo…, aunque no quería visitar el Barrio Francés, ni los barcos de vapor al final de Bienville Street, ni el Vieux Carré.

Le compré un plano a un vendedor callejero y encontré el camino al destino que me interesaba. Aparqué y, tras un paseo de cinco minutos, me planté delante del 4905 de Magazine Street, donde Lee y Marina Oswald vivirían con su hija June durante la última primavera y el último verano de la vida de John Kennedy. Se trataba de una ruina de edificio que parecía arrastrarse. Una valla de hierro a la altura de la cintura rodeaba un patio lleno de hierbajos. La pintura de la planta baja, en otro tiempo blanca, era ahora una sombra desconchada de color amarillo orina. El piso superior estaba construido con tablones de granero grises sin pintar. En un trozo de cartón que tapaba una de las ventanas de arriba se leía SE ALQUILA LLAMAR AL MU3-4192. Una oxidada galería cercaba el porche donde, en septiembre de 1963, Lee Oswald se sentaría en ropa interior después del anochecer, murmurando entre dientes «¡Pou! ¡Pou! ¡Pou!» y disparando en seco a los transeúntes con el arma que iba a convertirse en el rifle más famoso de la historia estadounidense.

Pensaba en esto cuando alguien me palmeó en el hombro, y casi solté un grito. Supongo que pegué un salto, porque el joven negro que me había abordado dio un respetuoso paso atrás y levantó las manos abiertas.

—Lo siento, señó. Lo siento, no pretendía asustarle.

—Está bien —dije—. Culpa mía totalmente.

Esta declaración pareció inquietarle, pero tenía un negocio en mente y siguió adelante con él…, aunque eso le obligaba a arrimarse otra vez, porque su negocio requería utilizar un tono de voz más bajo que el conversacional. Quería saber si yo estaría interesado en comprar unas piruletas. Creía saber a qué se refería, pero no estuve del todo seguro hasta que añadió:

—Yerba de los pantanos de güena calidad, señó.

Rechacé su ofrecimiento, pero le propuse que si podía indicarme un buen hotel en el París del Sur, le recompensaría con medio pavo. Cuando habló otra vez, pronunciaba de forma mucho más nítida.

—Las opiniones difieren, pero diría el hotel Monteleone. —Me proporcionó las instrucciones precisas para llegar.

—Gracias. —Le entregué la moneda y esta desapareció en uno de sus numerosos bolsillos.

—Dígame, en cualquier caso, ¿por qué miraba ese sitio? —Inclinó la cabeza hacia la destartalada casa de apartamentos—. ¿Está pensando en comprarla?

Resurgió una pequeña chispa del viejo George Amberson.

—Debes de vivir por aquí. ¿Crees que sería un buen negocio?

—Algunas casas de esta calle podrían serlo, pero no ésta. A mí me parece que está encantada.

—Todavía no —dije, y me encaminé hacia mi coche, dejando que me vigilara las espaldas, perplejo.