Una vez, en una clase de la facultad (esto fue en la Universidad de Maine, en una verdadera facultad donde obtuve una verdadera licenciatura), escuché a un profesor de psicología expresar la opinión de que los humanos realmente poseen un sexto sentido. Lo llamó pensamiento del corazón, y dijo que se hallaba más desarrollado en místicos y proscritos. Yo no era ningún místico, pero sí un exiliado de mi propio tiempo y un asesino (puede que yo considerara que disparar a Frank Dunning estaba justificado, pero con toda certeza la policía no lo vería de esa forma). Si estas dos cosas no me convertían en un proscrito, nada lo haría.
«Mi consejo en situaciones donde exista una amenaza de peligro —concluyó el profesor aquel día de 1995— es que prestéis oído a vuestras corazonadas».
En julio de 1960 decidí hacer justamente eso. Por momentos me invadía una creciente inquietud en relación con Eduardo Gutiérrez. Era un tipo pequeño, pero había que considerar sus presuntas conexiones con la mafia… y la forma en que le chispearon los ojos al pagar la apuesta del Derbi, que ahora se me antojaba estúpidamente elevada. ¿Por qué la había hecho si aún me hallaba lejos de la ruina? No se trataba de avaricia; era más como lo que siente un bateador, supongo, cuando se le obsequia con una pelota curva mal lanzada. En algunos casos, sencillamente uno no puede evitar ir por todas. De modo que pegué un batazo, como solía expresarlo Leo «El Respondón» Durocher en sus pintorescas retransmisiones radiofónicas, pero ahora me arrepentía.
Perdí a propósito las dos últimas apuestas que crucé con Gutiérrez, poniendo el mayor empeño en quedar como un tonto, un jugador temerario normal y corriente que tuvo un golpe de suerte una vez y que en breve volvería a perderlo todo, pero el pensamiento del corazón me indicaba que no estaba resultando. El pensamiento del corazón no consideró una buena señal que Gutiérrez empezara a saludarme diciendo: «¡Mira! ¡Aquí viene mi yanqui de Yanquilandia!». No el yanqui, sino mi yanqui.
¿Y si hubiera enviado a uno de sus amigos de la partida de póquer para que me siguiera desde Tampa hasta Sunset Point? ¿Cabía la posibilidad de que mandara a varios de sus amigos de póquer —o a un par de forzudos ávidos por librarse de los abusivos intereses que el tiburón de Gutiérrez les estuviera cobrando en la actualidad— para llevar a cabo una operación de rescate y recuperar lo que quedara de esos diez mil? A mi mente racional le parecía la clase de recurso flojo para lograr que la trama avanzara en las series detectivescas de televisión como 77 Sunset Strip, pero la corazonada decía algo distinto. La corazonada decía que el hombrecillo de pelo raleante era perfectamente capaz de dar luz verde a una invasión de mi casa y ordenar a los camorristas que me pegaran una paliza si trataba de oponerme. No quería que me agredieran ni que me robaran. Sobre todo, no quería arriesgarme a que mis papeles cayeran en manos de un corredor conectado con la mafia. No me gustaba la idea de huir con el rabo entre las piernas, pero diablos, de todos modos tendría que partir hacia Texas tarde o temprano, así que ¿por qué no hacerlo temprano? Además, la mejor parte del valor es la discreción. Y una retirada a tiempo es una victoria. Eso lo aprendí en las rodillas de mi madre.
Por tanto, en julio, tras una noche de insomnio en que el sonar de la corazonada había emitido pulsos particularmente fuertes, empaqueté mis bienes materiales (escondí la caja fuerte donde guardaba mis memorias y el dinero bajo la rueda de repuesto del Sunliner), dejé una nota y un cheque con el último alquiler para mi casero, y me dirigí al norte por la Ruta 19. Mi primera noche en la carretera me alojé en un ruinoso motel de DeFuniak Springs. Las mosquiteras estaban llenas de agujeros, y hasta que apagué la única luz del dormitorio (una bombilla sin pantalla colgando de un trozo de cable eléctrico muy deshilachado), fui acosado por mosquitos del tamaño de aviones de combate.
Dormí como un bebé, sin embargo. No tuve pesadillas y los pulsos de mi sonar interior se habían silenciado. Para mí era suficiente.
Pasé el 1 de agosto en Gulfport, aunque en el primer lugar donde me detuve, a las afueras de la ciudad, se negaron a aceptarme. El recepcionista del Red Top Inn me explicó que era solo para negros y me dirigió al Southern Hospitality, que calificó como «el de mayor calidad de Gula-pote». Quizá sí, pero en conjunto creo que habría preferido el Red Top. La guitarra con slide que se oía proveniente del bar-barbacoa contiguo sonaba tremenda.