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Un día de primavera de 1959 (la primavera existe en Florida; los nativos me decían a veces que dura tanto como una semana), abrí el buzón y descubrí un aviso de la Biblioteca Pública de Nokomis. Había reservado un ejemplar de El desencantado, la nueva novela de Budd Schulberg, y acababa de llegar. Salté al interior de mi Sunliner —ningún coche mejor para lo que entonces empezaba a conocerse como la Costa del Sol— y pasé a recogerlo.

Cuando me dirigía hacia la salida, me fijé en un nuevo cartel en el atestado tablón de anuncios del vestíbulo. Habría sido difícil ignorarlo; era de un brillante color azul y mostraba la caricatura de un hombre tiritando que miraba un descomunal termómetro que registraba diez bajo cero, ¿PROBLEMAS DE GRADOS?, inquiría el cartel, ¡USTED PUEDE OBTENER UN TÍTULO POR CORRESPONDENCIA DE LA UNIVERSIDAD UNIDA DE OKLAHOMA! ¡ESCRÍBANOS PARA INFORMARSE SOBRE LOS REQUISITOS!

Esa Universidad Unida de Oklahoma olía a chamusquina, peor que un estofado de caballa, pero me dio una idea, principalmente porque estaba aburrido. Oswald continuaba en los Marines y no abandonaría el ejército hasta septiembre; después se dirigiría a Rusia y su primer movimiento consistiría en intentar renunciar a la ciudadanía norteamericana. No lo lograría, pero tras una ostentosa —y probablemente fingida— tentativa de suicidio en un hotel de Moscú, los rusos le permitirían permanecer en el país. «En período de prueba», por así decirlo. Se quedaría allí treinta meses, aproximadamente, trabajando en una fábrica de radios de Minsk. Y en una fiesta conocería a una chica llamada Marina Prusakova. «Vestido rojo, zapatillas blancas —había escrito Al en sus notas—. Preciosa. Vestida para bailar».

Bien por él, pero ¿qué iba a hacer yo mientras tanto? La Universidad Unida me ofrecía una posibilidad. Escribí solicitando detalles y recibí una pronta respuesta. El catálogo brindaba una amplia variedad de grados. Me fascinó descubrir que, por trescientos dólares (en efectivo o mediante giro postal), podría recibir un título de licenciado en filología. Todo cuanto tenía que hacer era aprobar un examen que consistía en cincuenta preguntas de opciones múltiples.

Envié el giro postal, diciéndoles mentalmente adiós a mis trescientos con un beso, y envié una solicitud. Dos semanas después, recibí un delgado sobre manila de la Universidad Unida que contenía dos hojas borrosamente mimeografiadas. Las preguntas eran increíbles. He aquí dos de mis favoritas:

22. ¿Cuál era el apellido de «Moby»?

A. Tom

B. Dick

C. Harry

D. John

37. ¿Quién escribió «La casa de 7 mesas»?

A. Charles Dickens

B. Henry James

C. Ann Bradstreet

D. Nathaniel Hawthorne

E. Ninguno de los anteriores

Cuando terminé de disfrutar de este maravilloso test, marqué las respuestas (con esporádicas exclamaciones de «¡Vamos, no me jodas!»), y lo envié de vuelta a Enid, Oklahoma. Recibí una postal de vuelta felicitándome por haber aprobado el examen. Después de que hubiera pagado cincuenta dólares adicionales en concepto de «tasas administrativas», me informaba, me enviarían mi diploma. Así se me dijo, y hete aquí que así vino a acontecer. El título tenía muchísimo mejor aspecto que el examen, y venía con un soberbio sello dorado. Cuando lo presenté ante un representante del consejo escolar del condado de Sarasota, tan ilustre personaje lo aceptó sin preguntas y me incluyó en la lista de profesores suplentes.

Así es como terminé impartiendo clases uno o dos días por semana durante el año académico 1959-1960. Era bueno estar de vuelta. Disfrutaba con los alumnos —chicos con cortes de pelo estilo portaaviones, chicas con el pelo recogido en colas de caballo y con faldas de caniche hasta las espinillas—, aunque era dolorosamente consciente de que los rostros que veía en las diversas clases que visitaba pertenecían todos a la variedad más corriente. Aquellos días de suplencias hicieron que me reencontrara con una faceta básica de mi personalidad. Me gustaba escribir, y había descubierto que poseía cierta habilidad para ello, pero lo que amaba era la enseñanza. Me completaba en un sentido que no puedo explicar. Ni quiero. Las explicaciones son una forma de poesía barata.

Mi mejor día como sustituto llegó en el instituto West Sarasota. Después de relatar en una clase de literatura americana la historia básica de El guardián entre el centeno (un libro que, por supuesto, estaba prohibido en la biblioteca de la escuela y que habría sido confiscado si algún alumno lo hubiera llevado a aquellas sagradas aulas), les alenté a discutir la queja principal de Holden Caulfield: que el colegio, los adultos y en general el estilo de vida americano estaban llenos de falsedad. Los chicos arrancaron despacio, pero cuando sonó el timbre, todos estaban intentando hablar al mismo tiempo, y media docena se arriesgaron a llegar tarde a su siguiente clase para exponer una última opinión sobre lo que andaba mal en la sociedad que percibían alrededor y lo que tenía de malo la vida que sus padres habían planeado para ellos. Sus ojos brillaban, sus rostros ardían sonrojados de entusiasmo. No me cabía duda de que en las librerías de la zona iba a aumentar la demanda de cierto libro en rústica de color rojo vino.

El último alumno en salir fue un chaval musculoso que llevaba una sudadera de fútbol. Me recordaba a Moose Masón en los cómics de Archie.

—Ojalá se quedará aquí todo el curso, señor Amberson —dijo con un suave acento sureño—. Usted me gusta el que más.

Yo no solo le gustaba; le gustaba el que más. Nada se puede comparar a oír algo así de un chico de diecisiete años que por primera vez en su carrera académica da la impresión de estar totalmente despierto.

Días más tarde, el director me llamó a su despacho, hizo algunos cumplidos, me ofreció una Coca-Cola, y por fin preguntó:

—Hijo, ¿es usted un elemento subversivo?

Le aseguré que no lo era. Le dije que había votado por Ike. Pareció satisfecho, pero sugirió que en el futuro me convendría ceñirme más a la «lista de lecturas generalmente aceptadas». Los peinados cambian, y la longitud de las faldas, y la jerga, pero ¿la administración de los institutos? Nunca.