3

Hacía viajes esporádicos a Tampa, donde unas discretas pesquisas me condujeron a un corredor de apuestas llamado Eduardo Gutiérrez. Una vez que se cercioró de que yo no era policía, se mostró encantado de aceptar mis envites. Primero aposté a que los Lakers de Minneapolis derrotaban a los Celtics en la final del 59, estableciendo de ese modo mi reputación de primo; los Lakers no ganaron ni un solo partido. También aposté cuatrocientos dólares a que los Canadiens derrotarían a los Maple Leafs en las finales de la Copa Stanley. Ésta la gané… pero se pagaba la misma cantidad jugada. Calderilla, amigo, habría dicho mi camarada Chaz Frati.

Mi único gran golpe se produjo en la primavera de 1960, cuando aposté a que Venetian Way batiría a Bally Ache, el gran favorito en el Derbi de Kentucky. Gutiérrez me ofreció cuatro a uno si me jugaba un grande, y cinco a uno si doblaba. Tras hacer los pertinentes ruidos de vacilación, opté por doblar, y me marché diez mil dólares más rico. Pagó con un buen humor Fratiesco, aunque percibí un centelleo de acero en sus ojos que no me gustó.

Gutiérrez era un cubano que probablemente no superaba los sesenta y cinco kilos de peso ni estando calado hasta los huesos, pero era además un desterrado de la mafia de Nueva Orleans, dirigida en aquellos días por un chico malo llamado Carlos Marcello. Me enteré de este chismorreo en la sala de billar próxima a la barbería donde Gutiérrez hacía sus negocios (y donde entre bastidores tenía lugar una partida de póquer, aparentemente interminable, bajo una fotografía de una casi desnuda Diana Dors). El hombre con quien había estado jugando a la bola nueve se inclinó hacia delante, miró en derredor para cerciorarse de que teníamos la mesa del rincón para nosotros solos, y luego murmuró:

—Ya sabes lo que dicen de la mafia, George: una vez dentro, nunca fuera.

Me habría gustado hablar con Gutiérrez sobre sus años en Nueva Orleans, pero intuía que no sería prudente mostrarme demasiado curioso, especialmente después de la cuantiosa paga que había cobrado el día del Derbi. Si me hubiera atrevido —y si se me hubiera ocurrido una forma plausible de sacar el tema—, habría preguntado a Gutiérrez si alguna vez conoció a otro reputado miembro de la organización de Marcello, un ex boxeador llamado Charles «Dutz» Murret. Por alguna razón sospechaba que habría respondido afirmativamente, porque el pasado armoniza consigo mismo. La mujer de Dutz Murret era la hermana de Marguerite Oswald, y esto lo convertía en tío de Lee Harvey Oswald.