Me instalé a cien kilómetros al sur de Tampa, en la ciudad de Sunset Point. Por ochenta dólares al mes, alquilé un bungalow en la playa más hermosa (y en su mayor parte desierta) que había visto jamás. Había otras cuatro chozas similares en mi extensión de arena, todas tan humildes como la mía. De las «neohorrorosas» McMansiones que más tarde brotarían como hongos de cemento en esta parte del estado no vi ni rastro. Había un supermercado a dieciséis kilómetros al sur, en Nokomis, y un somnoliento distrito comercial en Venice. La Ruta 41, la Ruta Tamiami, era poco más que un camino rural. Tenías que circular despacio por ella, en especial hacia la hora del crepúsculo, porque es cuando a los caimanes y a los armadillos les gustaba cruzar. Entre Sarasota y Venice había puestos de frutas, mercados al borde de la carretera, un par de bares y una sala de baile llamada Blackie’s. Más allá de Venice, hermano, estabas solo, al menos hasta llegar a Fort Myers.
Renuncié al personaje de agente inmobiliario de George Amberson. En la primavera de 1959, Estados Unidos vivía tiempos de recesión. En la costa del golfo de Florida todo el mundo vendía y nadie compraba, así que George Amberson se convirtió exactamente en lo que Al había previsto: un autor diletante cuyo tío relativamente rico le había legado suficiente dinero para vivir, al menos durante una temporada.
Lo cierto era que sí escribía; además, no solamente me dedicaba a un proyecto, sino a dos. Por las mañanas, cuando estaba más fresco, empecé a redactar el manuscrito que ahora estáis leyendo vosotros (si alguna vez hay un vosotros). Por las noches trabajaba en una novela que titulé provisionalmente El lugar del crimen. Ese lugar en cuestión era Derry, por supuesto, aunque en mi libro lo llamé Dawson. Empezó siendo únicamente una pieza del decorado, para tener algo que enseñar si hacía amigos y alguno de ellos me pedía ver mi trabajo (guardaba mi «manuscrito matinal» en una caja fuerte de acero bajo la cama). Con el tiempo, El lugar del crimen se convirtió en algo más que camuflaje. Empecé a pensar que era bueno, incluso albergaba la esperanza de que quizá algún día viera la imprenta.
Una hora en las memorias por la mañana y una hora en la novela por la noche aún dejaban mucho tiempo que llenar. Probé con la pesca, y había peces en abundancia que atrapar, pero no me gustó y lo dejé. Pasear estaba bien al amanecer y al anochecer, pero no durante las horas de calor. Me convertí en cliente asiduo de una librería de Sarasota, y pasaba largas horas (y en su mayor parte felices) en las pequeñas bibliotecas de Nokomis y Osprey.
Leí y releí el material sobre Oswald de Al. Finalmente, reconocí esto como el comportamiento obsesivo que era, y guardé el cuaderno en la caja fuerte con mi «manuscrito matinal». He descrito esas notas como exhaustivas, y así me lo parecieron entonces, pero a medida que el tiempo —la cinta transportadora en la que todos nosotros debemos montar— me arrastraba más y más cerca del punto donde mi vida convergería con la del joven futuro asesino, ya no me lo parecían tanto. Contenían agujeros.
A veces maldecía a Al por obligarme a emprender esta misión deprisa y corriendo, pero en los momentos de mayor lucidez comprendía que no habría supuesto ninguna diferencia. Podría haber empeorado las cosas, y Al probablemente lo sabía. Aunque no se hubiera suicidado, como mucho habría dispuesto de una semana o dos, ¿y cuántos libros se habían escrito sobre la cadena de acontecimientos que desembocaron en aquel día en Dallas? ¿Cien? ¿Trescientos? Probablemente cerca de mil, algunos coincidían con la creencia de Al de que Oswald actuó solo, algunos aseguraban que había formado parte de una elaborada conspiración, algunos declaraban con absoluta certeza que no había apretado el gatillo y que era exactamente lo que se llamó a sí mismo después del arresto: un cabeza de turco. Con su suicidio, Al había eliminado el mayor punto débil del estudioso: la investigación inducida por las dudas.