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Tomé la Ruta 1 en dirección sur. Comí en multitud de restaurantes de carretera que ofrecían cocina casera, lugares donde el plato combinado especial, que incluía una macedonia como entrante y tarta de manzana à la mode como postre, costaba ochenta centavos. En ningún momento vi una sola franquicia de comida rápida, a menos que consideraras como tal el Howard Johnson’s, con sus veintiocho sabores de helado y el logo de Simple Simón. Vi una tropa de Boy Scouts ocupándose de una hoguera de hojas secas con su jefe de exploradores; vi mujeres ataviadas con sobretodos y chanclas recogiendo la colada una tarde gris que amenazaba lluvia; vi largos trenes de pasajeros con nombres como El Aviador del Sur y Estrella de Tampa cargando hacia esos climas de Estados Unidos donde el invierno no está permitido. Vi ancianos fumando en pipa sentados en bancos en las plazas de los pueblos. Vi un millón de iglesias, y un cementerio donde una congregación de al menos cien miembros formaba un círculo alrededor de una tumba abierta y cantaba «The Old Rugged Cross». Vi hombres construyendo graneros. Vi gente ayudando a gente. Dos personas en una camioneta se detuvieron para echarme un cable cuando saltó la tapa del radiador del Sunliner y me quedé tirado al borde de la carretera. Esto ocurrió en Virginia, hacia las cuatro de la tarde, y uno de ellos me preguntó si necesitaba un lugar para dormir. Supongo que puedo imaginar algo así sucediendo en 2011, pero requiere un esfuerzo enorme.

Y una cosa más. En Carolina del Norte me detuve a repostar en una gasolinera de Humble Oil. Luego, doblé la esquina para usar el aseo. Había dos puertas y tres indicaciones. La palabra CABALLEROS estaba nítidamente estarcida en una puerta; en la otra se leía SEÑORAS. La tercera indicación era una flecha en una estaca que apuntaba hacia la pendiente cubierta de arbustos detrás de la gasolinera. Decía DE COLOR. Con curiosidad, descendí por el sendero, teniendo cuidado de moverme furtivamente en un par de sitios donde las hojas aceitosas y verdes con tintes marrones de la hiedra venenosa resultaban inconfundibles. Esperaba que los padres y las madres que guiaran a sus hijos hacia cualquier servicio que se ubicara allí abajo supieran identificar estos molestos arbustos como lo que eran, porque a finales de los cincuenta la mayoría de los niños llevaban pantalones cortos.

No había ningún servicio. Lo que hallé al final del sendero fue un riachuelo estrecho; una tabla apoyada sobre un par de postes de cemento agrietado lo cruzaba. Un hombre que tuviera que orinar podría situarse en la orilla, bajarse la bragueta y sacar el pajarito. Una mujer podría sujetarse a un arbusto (suponiendo que este no fuera hiedra o roble venenoso) y ponerse en cuclillas. La tabla era donde uno se sentaba si tenía ganas de defecar. A veces, quizá bajo un aguacero.

Si alguna vez os he dado la idea de que en 1958 todo es divino y maravilloso, recordad el sendero, ¿de acuerdo? Y la hiedra venenosa. Y la tabla sobre el riachuelo.