Arrastré el cuerpo hasta el mausoleo de los Tracker y le tapé la cara con el cojín chamuscado. Al salir, un par de coches circulaban despacio por el cementerio y varias personas con paraguas visitaban algunas tumbas, pero nadie me prestó la más mínima atención. Caminé sin prisa hacia el muro de piedra, de vez en cuando me detenía para admirar un sepulcro o un monumento. Una vez estuve protegido por los árboles, regresé a mi Ford al trote. Cuando oía que se acercaba un coche, me internaba en el bosque. En una de esas retiradas, enterré la pistola bajo treinta centímetros de tierra y hojas. El Sunliner esperaba inmóvil donde lo había dejado, y lo arranqué al primer intento. Conduje de vuelta a mi apartamento y escuché el final del partido de béisbol. Lloré un poco, creo, pero eran lágrimas de alivio, no de remordimiento. Independientemente de lo que me sucediera a mí, la familia Dunning estaba a salvo.
Esa noche dormí como un bebé.