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El Pontiac de Dunning apareció más o menos al mismo tiempo que Red Schoendienst conseguía la carrera que a la postre daría la victoria a los Bravos de Milwaukee. Dunning aparcó en el ramal más cercano, salió del coche, se alzó el cuello, y se agachó para coger las cestas de flores. Descendió la colina hasta las tumbas de sus padres transportando una cesta en cada mano.

Ahora, en el momento de la verdad, me encontraba bastante bien. Había logrado cruzar al otro lado de aquello que intentaba retenerme, fuera lo que fuese. Oculté el cojín bajo el abrigo, con la mano metida dentro. La hierba húmeda amortiguaba mis pasos. No había sol que proyectara mi sombra. Dunning no supo que yo estaba detrás de él hasta que pronuncié su nombre. Entonces se volvió.

—No me gusta la compañía cuando estoy visitando a mis padres —dijo—. Y por cierto, ¿quién narices es usted? ¿Y qué es eso? —Miraba el cojín souvenir, que ahora mostraba con descaro. Lo llevaba como si fuera un guante.

Elegí contestar solo a la primera pregunta.

—Me llamo Jake Epping y he venido a hacerte una pregunta.

—Pues hazla y luego déjame en paz.

La lluvia goteaba del ala de su sombrero. También del mío.

—¿Qué es lo más importante en la vida, Dunning?

—¿Qué?

—Para un hombre, quiero decir.

—¿Qué eres, un chiflado? ¿Y por qué ese cojín?

—Compláceme. Responde a la pregunta.

Se encogió de hombros.

—Su familia, supongo.

—Lo mismo opino yo —dije, y apreté el gatillo dos veces. El primer estallido sonó apagado, como cuando se golpea una alfombra con un sacudidor. El segundo fue un poco más fuerte. Pensé que el cojín podría incendiarse (lo había visto en El Padrino 2), pero solo humeó un poco. Dunning se desplomó y aplastó la cesta de flores que había depositado en la tumba de su padre. Me agaché a su lado, con la rodilla hincada en el suelo apisonando la tierra húmeda, presioné el extremo desgarrado del cojín contra su sien, y disparé otra vez.

Solo para asegurarme.