Cuando Baker reemplazó el cable de la batería que misteriosamente se había soltado durante la noche (quizá en el mismo momento en que se formaba un agujero en el bolsillo de mis pantalones) y el Sunliner siguió sin arrancar, inspeccionó las bujías y encontró dos que estaban terriblemente corroídas. El mecánico llevaba varias en su enorme caja de herramientas verde, y cuando estuvieron en su sitio, mi cuadriga cobró vida con un rugido.
—Probablemente no sea asunto mío, pero a donde debería irse es de vuelta a la cama. O a ver a un médico. Está usted tan pálido como un fantasma.
—Es solo migraña. Estaré bien. Miremos en el maletero. Quiero comprobar la rueda de repuesto.
Así lo hicimos. Desinflada.
Le seguí hasta la Texaco a través de una ligera e ininterrumpida llovizna. Los coches con los que nos cruzábamos llevaban los faros encendidos y, aun con las gafas de sol puestas, los haces de luz parecían taladrarme el cerebro. Baker abrió la zona de servicio e intentó inflar el neumático. Fue inútil. El aire se escapaba siseando de media docena de grietas tan finas como los poros de la piel humana.
—Vaya, nunca he visto esto antes —dijo—. Debe de ser un neumático defectuoso.
—Pon otro en la llanta —le pedí.
Mientras lo hacía, rodeé la gasolinera hasta la parte de atrás, pues no soportaba el ruido del compresor. Me apoyé contra los ladrillos de hormigón y alcé el rostro, dejando que la fría llovizna cayera sobre mi piel caliente. Paso a paso, me dije. Paso a paso.
Más tarde, cuando intenté pagarle a Randy Baker el neumático, negó con la cabeza.
—Ya me ha dado la paga de media semana. Sería un canalla si le cobrara más. Lo único que me preocupa es que se salga de la carretera o algo parecido. ¿De verdad es tan importante?
—Un pariente enfermo.
—Usted sí que está enfermo, hombre.
Eso no podía negarlo.