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No hubo gastroenteritis. Esta vez me desperté al amanecer con el dolor de cabeza más paralizante de mi vida. Una migraña, supuse. No lo sabía con certeza, porque nunca había padecido una. Mirar a la luz, aún tenue, producía en mi cabeza un ruido sordo y enfermizo que rodaba desde la nuca hasta la base de los senos nasales. Los ojos derramaban lágrimas sin sentido.

Me levanté (incluso eso me dolió), me puse unas gafas de sol baratas que había adquirido en el trayecto hacia Derry, y me tomé cinco aspirinas. Me aliviaron lo suficiente como para ser capaz de vestirme y enfundarme en mi abrigo, porque iba a necesitarlo; la mañana, fría y gris, amenazaba lluvia. En cierta forma, representaba una ventaja. No estoy seguro de haber podido sobrevivir a la luz del sol.

Necesitaba un afeitado, pero me lo salté; presumía que plantarme bajo una luz brillante —duplicada en el espejo del cuarto de baño— sencillamente provocaría que mis neuronas se desintegraran. Era incapaz de imaginar cómo iba a superar ese día, así que no lo intenté. Paso a paso, me dije mientras bajaba despacio la escaleras. Asía con fuerza el pasamanos a un lado y apretaba el cojín souvenir con la otra mano. Debía de parecer un niño crecido con un osito de peluche. Paso a p…

La barandilla se partió.

Por un momento me balanceé hacia delante, la cabeza martilleando, las manos agitándose salvajemente en el aire. Solté el cojín (la pistola produjo un ruido metálico) y arañé la pared por encima de mi cabeza. En el último segundo, antes de que mi balanceo se convirtiera en una caída que me rompería los huesos, mis dedos se aferraron a uno de los anticuados candelabros de pared atornillado en el yeso. Lo arranqué del tirón, pero el cable resistió el tiempo justo para que pudiese recuperar el equilibrio.

Me senté en los escalones y apoyé mi cabeza palpitante en las rodillas. El dolor latía en sincronización con el martillo neumático de mi corazón. Mis ojos lagrimosos parecían demasiado grandes para las cuencas. Podría deciros que quise reptar de vuelta a mi apartamento y rendirme, pero no sería cierto. Lo cierto es que quise morir allí mismo, en la escalera, y acabar con todo de una vez. ¿De verdad hay gente que padece estos dolores de cabeza no solo esporádicamente sino con frecuencia? En ese caso, que Dios los ayude.

Existía una única cosa capaz de lograr que me pusiera en pie, y obligué a mis doloridas neuronas no solo a pensar en ella, sino a visualizarla: el rostro de Tugga Dunning repentinamente evaporado cuando se arrastraba hacia mí. Su pelo y sus sesos saltando por los aires.

—Vale —dije—. Vale, sí, de acuerdo.

Recogí el almohadón y descendí tambaleándome el resto de las escalera. Emergí a un día encapotado que parecía tan brillante como una tarde en el Sáhara. Busqué a tientas las llaves. No estaban. Lo que hallé en su lugar fue un agujero de buen tamaño en el bolsillo derecho. No estaba allí la noche anterior, eso era casi seguro. Con pasos cortos y bruscos, di una vuelta en derredor y las encontré tiradas en la escalinata del portal, entre un montón de calderilla desparramada. Me agaché, haciendo una mueca cuando un peso plomo resbaló hacia delante dentro de mi cabeza. Recogí las llaves y salvé la distancia hasta el Sunliner. Y cuando encendí el contacto, mi otrora fiable Ford se negó a arrancar. Se oyó un clic proveniente del solenoide. Eso fue todo.

Me había preparado para esta eventualidad; lo que no había preparado era tener que arrastrar mi emponzoñada cabeza escaleras arriba. Jamás en mi vida había deseado tan fervientemente disponer de mi Nokia. Con él, podría haber llamado sentado al volante y luego esperar tranquilamente con los ojos cerrados hasta que llegara Randy Baker.

Conseguí de algún modo subir la escalera, dejando atrás la barandilla rota y la lámpara que pendía contra el yeso resquebrajado como una cabeza muerta sobre un cuello fracturado. Llamé a la gasolinera y no hubo respuesta —era temprano y era domingo—, así que marqué el número de la casa de Baker.

Seguro que está muerto, pensé. Ha tenido un infarto en mitad de la noche. Asesinado por el obstinado pasado, con Jake Epping como el conspirador cómplice no acusado.

Mi mecánico no estaba muerto. Contestó al segundo timbrazo, con voz somnolienta, y cuando le expliqué que mi coche no arrancaba, hizo la pregunta lógica:

—¿Cómo lo sabía ayer?

—Soy buen adivino —respondí—. Ven tan pronto como puedas, ¿vale? Te daré otros veinte dólares si puedes ponerlo en marcha.