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Como ya he dicho, me mantenía alejado de El Farolero cuando existía la posibilidad de que Frank Dunning se encontrara allí, y la razón era que ya sabía todo cuanto necesitaba saber sobre él. Es la verdad, pero no toda la verdad. Quiero dejar este punto claro. De lo contrario, nunca entenderéis por qué me comporté como lo hice en Texas.

Imaginad que entráis en una habitación y veis un intrincado castillo de naipes con incontables plantas construido encima de la mesa. Vuestra misión es derribarlo. Si eso fuera todo, no entrañaría demasiada dificultad, ¿verdad? Un fuerte taconazo en el suelo o un enorme soplido (como cuando tomas aire para apagar las velas de una tarta de cumpleaños) bastaría para ejecutar el trabajo. Sin embargo, eso no es todo. La cuestión es que tenéis que derribar ese castillo de naipes en un momento específico en el tiempo. Hasta entonces, debe resistir.

Yo sabía dónde iba a estar Dunning la tarde del domingo 5 de octubre de 1958, y no quería arriesgarme a cambiar las cosas ni un ápice. Incluso un cruce de miradas en El Farolero podría alterar su curso. Podéis resoplar y calificarme de excesivamente cauteloso; podéis decir que sería improbable que un hecho tan nimio desviara el curso de los acontecimientos. Pero el pasado es tan frágil como las alas de una mariposa. O como un castillo de naipes.

Había retornado a Derry para derribar el castillo de naipes de Frank Dunning, pero hasta entonces, tenía que protegerlo.