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En aquel entonces, el béisbol se jugaba como debía jugarse: en tardes de sol radiante y a principios de otoño, cuando los días aún poseían un aire veraniego. La gente se congregaba delante de la tienda de Electrodomésticos Benton’s, en la Ciudad Baja, para ver los partidos en tres televisores Zenith montados sobre pedestales en el escaparate. Por encima de ellos colgaba un letrero que rezaba ¿POR QUÉ VERLO EN LA CALLE CUANDO PUEDE VERLO EN SU CASA? ¡CRÉDITOS CON FACILIDADES DE PAGO!

Ah, sí. Créditos con facilidades de pago. Eso ya se acercaba más a la América en la que yo había crecido.

El 1 de octubre, Milwaukee derrotó a los Yankees, uno a cero para Warren Spahn, el lanzador ganador. El 2 de octubre, Milwaukee enterró a los Bombarderos, trece a cinco. El 4 de octubre, cuando la Serie regresó al Bronx, Don Larsen dejó en blanco el marcador de Milwaukee, cuatro a cero patatero, con ayuda del relevista Ryne Duren, quien nunca sabía a dónde iría a parar la pelota una vez que abandonaba su mano, y consecuentemente hacía cagarse de miedo a los bateadores que se le plantaban delante. En otras palabras, era el cerrador perfecto.

Escuché por la radio la primera parte de ese partido en mi apartamento, y luego vi el último par de entradas junto a la muchedumbre congregada frente a Benton’s. Cuando se acabó, entré en la farmacia y compré Kaopectate (probablemente el mismo frasco tamaño económico que en mi anterior viaje). El señor Keene me preguntó una vez más si estaba sufriendo algún tipo de virus. Cuando le contesté que me encontraba bien, el viejo cabrón pareció decepcionado. Me sentía bien de verdad, y no esperaba que el pasado volviera a lanzarme exactamente las mismas bolas rápidas propias de Ryne Duren, pero convenía estar preparado.

Cuando me dirigía a la salida, me llamó la atención una vitrina con un letrero que rezaba ¡LLÉVESE A CASA UN PEDACITO DE MAINE! Había postales, langostas hinchables de juguete, bolsas con mantillo de pino blando de olor dulce, réplicas de la estatua de Paul Bunyan y pequeños almohadones ornamentales con la imagen de la torre depósito de Derry (una estructura circular que abastecía de agua potable a la ciudad). Compré uno de ésos.

—Para mi sobrino en la ciudad de Oklahoma —le expliqué al señor Keene.

Los Yankees ya habían ganado el tercer partido de la Serie cuando paré en la estación Texaco situada en la Extensión de Harris Avenue. Había un cartel delante de los surtidores que decía MECÁNICO DE SERVICIO 7 DÍAS A LA SEMANA - ¡CONFÍE SU VEHÍCULO AL HOMBRE QUE PORTA LA ESTRELLA!

Mientras el chico de la gasolinera llenaba el tanque y limpiaba el parabrisas del Sunliner, deambulé por la zona del taller, encontré a un mecánico de servicio que respondía al nombre de Randy Baker, e hice un pequeño trato con él. Baker se mostró perplejo pero conforme con mi propuesta. Veinte dólares cambiaron de manos. Me dio los números de la gasolinera y de su casa. Me marché con un depósito lleno, un parabrisas limpio y una mente satisfecha. Bueno… relativamente satisfecha. Resultaba imposible prever todas las contingencias.

A causa de los preparativos para el día siguiente, me pasé por El Farolero a tomar mi cerveza vespertina más tarde de lo habitual, pero no corría riesgo de toparme con Frank Dunning. Era el día en que le tocaba llevar a sus hijos al partido de fútbol en Orono, y en el camino de vuelta iban a detenerse en el Ninety-Fiver para cenar almejas fritas y batidos.

Chaz Frati estaba en la barra dando sorbos a un whisky de centeno con agua.

—Yo que usted rezaría para que mañana ganen los Bravos, o se quedará sin sus quinientos —dijo.

Iban a ganar, pero yo tenía cosas más importantes en la cabeza. Permanecería en Derry el tiempo necesario para recaudar los tres mil dólares del señor Frati, pero me proponía finiquitar mis verdaderos asuntos al día siguiente. Si todo transcurría como yo esperaba, habría acabado en Derry antes de que Milwaukee anotara la que a la postre sería la única carrera que necesitaba en la sexta entrada.

—Bueno, habrá que verlo, ¿verdad? —repliqué, y pedí una cerveza y una ración de Migas de Langosta.

—Así es, primo. Ahí reside el placer de las apuestas. ¿Le importa si le hago una pregunta?

—No, siempre y cuando no se ofenda si no la respondo.

—Eso es lo que me gusta de usted, ese sentido del humor. Debe de ser propio de los de Wisconsin. Sentía curiosidad por saber qué le ha traído a nuestra bonita ciudad.

—Un negocio de bienes raíces. Creía que lo había mencionado ya.

Se inclinó hacia mí. Percibí el olor a gomina Vitalis en su cabello alisado y a refrescante bucal Sen-Sen en su aliento.

—Si dijera «posible construcción de una galería comercial», ¿cantaría un bingo?

Continuamos hablando durante un rato, pero ya conocéis esa parte.