Al día siguiente entré en Empeños & Préstamos La Sirena, de Chaz Frati, donde me enfrenté a una robusta señora de rostro pétreo que debía de pesar ciento cincuenta kilos. Lucía un vestido púrpura y un collar de cuentas indias, y calzaba sus hinchados pies con unos mocasines. Le expliqué que estaba interesado en discutir una importante propuesta de negocios orientado a los deportes con el señor Frati.
—¿Eso hablando en cristiano es una apuesta? —preguntó ella.
—¿Es usted policía? —pregunté yo.
—Sí —respondió, sacando un cigarrillo de uno de los bolsillos del vestido y encendiéndolo con un Zippo—. Soy J. Edgar Hoover, hijo mío.
—Bien, señor Hoover, me ha pillado. Estoy hablando de una apuesta.
—¿La Serie Mundial o los Tigres de fútbol?
—No soy de la ciudad, y no distinguiría a un Tigre de Derry de un Babuino de Bangor. Se trata de béisbol.
La mujer introdujo la cabeza a través de unas cortinas que ocultaban una puerta al fondo de la habitación, mostrándome lo que seguramente era uno de los traseros más grandes de Maine Central, y vociferó:
—Eh, Chazzie, ven aquí. Tienes a un derrochador.
Frati salió y plantó un beso en la mejilla de la robusta señora.
—Gracias, amor. —Llevaba la camisa arremangada y pude ver la sirena—. ¿Puedo ayudarle?
—Eso espero. Me llamo George Amberson. —Le tendí la mano—. Soy de Wisconsin y, aunque mi corazón está con los muchachos de casa, cuando se trata de la Serie mi billetera está con los Yankees.
Se volvió hacia la estantería ubicada a su espalda, pero la robusta señora ya tenía lo que buscaba: un rozado libro de contabilidad verde con las palabras PRÉSTAMOS PERSONALES impresas en la cubierta. Lo abrió y pasó las páginas hasta una hoja en blanco, humedeciéndose periódicamente la yema del dedo.
—¿De qué porción de su billetera estamos hablando, pues?
—¿A cuánto se pagaría una apuesta de quinientos dólares por la victoria?
La gorda rio y esparció el humo con un soplido.
—¿A favor de los Bombarderos? Las probabilidades están igualadas.
—¿Y a cuánto pagaría una de quinientos a los Yankees en siete partidos?
Lo meditó un instante y luego miró a la robusta señora. Ella sacudió la cabeza, aún con gesto divertido.
—No cambia nada —dijo ella—. Si no me crees, envía un telegrama a Nueva York y comprueba las estadísticas.
Lancé un suspiro y tamborileé con los dedos en un expositor de cristal repleto de relojes y anillos.
—Vale, a ver esto: quinientos y los Yankees levantan un tres uno en contra.
El prestamista soltó una risotada.
—Eso es sentido del humor, vaya. Déjeme consultarlo con la jefa.
Frati y la robusta señora (el hombre, a su lado, parecía un enano de Tolkien) deliberaron en susurros, luego volvió a arrimarse al mostrador.
—Si eso significa lo que yo creo que significa, aceptaré el envite en cuatro a uno. Pero si los Yankees no van tres uno abajo o no completan la remontada, pierde la plata. Lo digo porque me gusta aclarar los términos de la apuesta.
—No podían estar más claros —asentí—. Aunque… no pretendo ofenderle a usted ni a su amiga…
—Estamos casados —me interrumpió la robusta señora—, así que no nos llame amigos. —Y se echó a reír otra vez.
—No pretendo ofenderle a usted ni a su esposa, pero cuatro a uno no es suficiente. Ocho a uno, sin embargo…, esa sí sería una buena jugada para ambas partes.
—Le daré cinco a uno, pero de ahí no paso —dijo Frati—. Esto para mí es una actividad secundaria. Si quiere Las Vegas, vaya a Las Vegas.
—Siete —insistí—. Venga, señor Frati, colabore conmigo.
Se acercó de nuevo a conferenciar con la robusta señora. Cuando regresó, me ofreció seis a uno y acepté. Seguía siendo una cuota baja para una apuesta tan disparatada, pero no quería perjudicar demasiado a Frati. Era cierto que él me tendió una trampa a instancias de Bill Turcotte, pero había tenido sus razones.
Además, aquello ocurrió en otra vida.