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Pasé el resto del día en mi habitación, repasando las notas sobre Oswald por enésima vez, aunque en esta ocasión presté especial atención a las dos páginas finales con el epígrafe CONCLUSIONES SOBRE CÓMO PROCEDER. Intentar ver la televisión, que esencialmente solo tenía un canal, constituía un ejercicio absurdo, de modo que al atardecer me acerqué dando un paseo hasta el autocine y pagué un precio especial para viandantes de treinta centavos. Había varias sillas plegables colocadas delante del snack-bar. Compré una bolsa de palomitas, la acompañé con un delicioso refresco con sabor a canela llamado Pepsol, y vi El largo y cálido verano junto a varios otros viandantes, la mayoría ancianos que se conocían y charlaban amigablemente. Cuando dio comienzo Vértigo, el aire se había vuelto frío y yo no tenía chaqueta. Regresé andando al motel y dormí profundamente.

A la mañana siguiente tomé el autobús de vuelta a Lisbon Falls (nada de taxis; me consideraba una persona con un presupuesto reducido, al menos por el momento) y efectué mi primera parada en El Alegre Elefante Blanco. Era temprano, y aún hacía fresco en la calle, por lo que el beatnik se encontraba dentro, sentado en un desvencijado sofá y leyendo una revista, Argosy.

—Hola, vecino —saludó.

—Hola a ti también. Imagino que venderás maletas, ¿verdad?

—Ah, me quedan algunas. No más de dos o tres centenares. Tienes que ir hasta el fondo del todo…

—Y mirar a la derecha —concluí.

—Correcto. ¿Has estado aquí antes?

Todos hemos estado aquí antes —dije—. Esto es más grande que el fútbol profesional.

Lanzó una risotada.

—Eso es total, hermano. Ve a escoger a la ganadora.

Escogí la misma maleta de piel. Después crucé la calle y volví a comprar el Sunliner. Esta vez negocié y lo conseguí por trescientos. Cuando el regateo hubo terminado, Bill Titus me envió a donde su hija.

—Por su acento, usted no parece de por aquí —dijo ella.

—Originario de Wisconsin, pero llevo en Maine una temporada. Negocios.

—Supongo que no estaría en Las Falls ayer, ¿verdad? —Cuando respondí que no, hizo estallar un globo de chicle y dijo—: Se perdió un buen alboroto. Encontraron muerto a un viejo borrachín en el exterior del secadero de la fábrica. —Bajó la voz—. Suicidio. Se cortó él mismo la garganta con un trozo de cristal. ¿Se lo puede imaginar?

—Eso es horrible —dije, metiendo la factura de venta del Sunliner en la cartera. Hice rebotar las llaves del coche en la palma de la mano—. ¿Un lugareño?

—No. Además, no tenía ninguna identificación. Probablemente vino desde Aroostook en un vagón de mercancías, eso dice mi padre. Tal vez para recolectar manzanas en Castle Rock. El señor Cady, que es el dependiente del frente verde, le contó a mi padre que el tipo entró ayer por la mañana y quiso comprar una pinta, pero estaba borracho y apestaba, así que el señor Cady lo echó a patadas. Después debió de irse a la fábrica a beberse lo que le quedara de vino, y cuando se lo terminó, rompió la botella y se cortó la garganta con uno de los trozos. —Repitió—: ¿Se lo puede imaginar?

Tras la visita a Titus Chevron, me salté el corte de pelo y también me salté el banco, pero una vez más compré ropa en Mason’s Menswear.

—Debe de gustarle ese tono de azul —comentó el dependiente al tiempo que levantaba la camisa que coronaba la pila—. Es del mismo color que la que lleva puesta.

De hecho, era la camisa que llevaba puesta, pero no lo mencioné. Únicamente habría conseguido confundirnos a los dos.