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Atravesé el aparcamiento para empleados por tercera vez, andando rápido pero sin llegar a correr. Una vez más, al pasar golpeteé en el maletero del Plymouth Fury rojo y blanco. Para invocar a la buena suerte, supongo. En las semanas, meses y años venideros, iba a necesitar toda la fortuna que pudiera reunir.

Esta vez no visité la frutería Kennebec, y tampoco tenía intención de comprar ropa o un coche. Eso podría hacerlo igualmente al día siguiente o al otro, pero ese era un mal día para ser forastero en Las Falls. Muy pronto alguien iba a hallar un cadáver en el patio de la fábrica, y cabía la posibilidad de que los forasteros fuesen interrogados. La documentación de George Amberson no se sustentaría en tal situación, menos aún cuando su permiso de conducir indicaba la dirección de una casa en Bluebird Lane que aún no se había construido.

Alcancé la parada de autobús ubicada a la salida de la fábrica justo en el momento en que se acercaba roncando el autocar cuyo panel de destino decía LEWISTON EXPRESS. Monté y entregué el billete de dólar que había pensado darle a Míster Tarjeta Amarilla. El conductor me devolvió un puñado de calderilla plateada que sacó del portamonedas cromado colgado de su cinturón. Dejé caer los diez centavos que costaba el viaje en la urna al efecto y avancé por el basculante pasillo hasta un asiento casi al fondo, detrás de dos marineros cubiertos de granos —probablemente de la Base Aérea Naval de Brunswick— que hablaban sobre las chicas que esperaban encontrar en un club de striptease llamado el Holly. Su conversación estaba puntuada por un intercambio de puñetazos en los fornidos hombros y numerosas carcajadas gangosas.

Observaba sin ver cómo se desenrollaba la Ruta 196. No hacía más que pensar en el hombre muerto. Y en la tarjeta que ahora era abismalmente negra. Quería distanciarme del inquietante cadáver lo más posible, pero me había detenido un momento para tocar la tarjeta. No era de cartulina, como imaginé al principio, ni tampoco de plástico. Celuloide, quizá…, salvo que tampoco daba exactamente esa sensación. Al tacto parecía piel muerta, semejante a la que se desprende de una dureza. No había en ella nada escrito, o al menos nada que yo pudiera ver.

Al había supuesto que Míster Tarjeta Amarilla era un borracho que había enloquecido por una desafortunada combinación de alcohol y cercanía a la madriguera de conejo. Yo no lo puse en duda hasta que la tarjeta se tornó naranja. Ahora no es que lo pusiera en duda, es que en absoluto lo creía. Y de cualquier forma, ¿qué era él?

Un muerto, eso es lo que es. Y eso es todo cuanto es. Así que olvídalo. Tienes mucho que hacer.

Cuando pasamos por el Autocine Lisbon, tiré de la cuerda para solicitar parada. El conductor se detuvo en el siguiente poste telefónico pintado de blanco. Recorrí el pasillo entre nubes de humo azulado.

—Que tenga un buen día —le dije al conductor cuando este tiró de la palanca que abría las puertas.

—Lo único bueno de esto es la cerveza fría al final de la jornada —contestó, y encendió un cigarrillo.

Unos segundos más tarde me hallaba en el arcén de la carretera, con el maletín colgando de la mano izquierda, observando el autobús en su pesado avance hacia Lewiston y la nube de gases de combustión que arrastraba. En la parte trasera había un cartel publicitario que mostraba a un ama de casa que sujetaba una cazuela reluciente en una mano y un Estropajo SOS Magic en la otra. Los enormes ojos azules unidos a una sonrisa de labios rojos que enseñaba demasiado los dientes sugerían que se trataba de una mujer quizá a solo unos minutos de sufrir un catastrófico colapso mental.

El cielo estaba despejado. Los grillos cantaban en la hierba alta. En algún lugar mugió una vaca. Después de que una ligera brisa ahuyentara el hedor a diesel, el aire olía a dulce y a fresco y a nuevo. Eché a andar fatigosamente hacia el Moto Hotel Tamarack, a unos cuatrocientos metros. Era un corto paseo, pero antes de llegar a mi destino, dos personas frenaron y me preguntaron si necesitaba que me llevaran. Les di las gracias y contesté que estaba bien. Y así era. Para cuando alcancé el Tamarack, había empezado a silbar.

Septiembre de 1958, Estados Unidos de América.

Con o sin Míster Tarjeta Amarilla, era bueno estar de vuelta.