En la guía de Derry no figuraban ni Doris, ni Troy, ni Harold Dunning. Como último recurso, probé con Ellen, sin esperar nada; aunque aún viviera en la ciudad, probablemente habría tomado el nombre de su marido. Pero a veces los disparos lejanos son disparos certeros (Lee Harvey Oswald representaba un ejemplo de ello particularmente malvado). Me llevé tal sorpresa cuando la voz robótica escupió un número, que hasta solté el lápiz. En lugar de pulsar la tecla de rellamada, marqué el 1 para contactar directamente con el número que había solicitado. Con tiempo para meditarlo, no estoy seguro de si habría actuado así. A veces no deseamos saber, ¿no es cierto? A veces tenemos miedo de saber. Nos aventuramos demasiado lejos y entonces damos media vuelta. Aun así, aferré valientemente el auricular y escuché sonar un teléfono en Derry, una, dos, tres veces. A la siguiente probablemente saltaría el contestador automático, pero decidí que no quería dejar un mensaje. No tenía ni idea de qué decir.
Sin embargo, a la mitad del cuarto timbrazo, contestó una mujer.
—¿Diga?
—¿Ellen Dunning?
—Bueno, supongo que eso depende de quién llame. —Su voz sonaba cautelosamente divertida; fogosa y sutilmente insinuante. Si no supiera más, habría imaginado una mujer en la treintena en lugar de una que había cumplido, o que rayaba, los sesenta. Es la voz, pensé, de una persona que la utiliza profesionalmente. ¿Una cantante? ¿Una actriz? ¿Quizá una humorista, después de todo? Ninguna de las opciones parecía probable en Derry.
—Mi nombre es George Amberson. Conocí a su hermano Harry hace mucho tiempo. He vuelto a Maine y se me ocurrió que a lo mejor podría contactar con él.
—¿Harry? —Dio la impresión de que se sobresaltaba—. ¡Oh, Dios mío! ¿Fue en el ejército?
¿Lo había sido? Lo medité rápido y decidí que esa historia no me convenía. Demasiados escollos potenciales.
—No, no, en Derry, en otra época. Cuando éramos niños. —Me vino la inspiración—. Solíamos jugar en el Recreativo. Íbamos siempre en el mismo equipo y nos hicimos muy amigos.
—Bueno, lamento comunicarle esto, señor Amberson, pero Harry murió.
Por un momento me quedé mudo de asombro, solo que eso no se percibe por teléfono, ¿verdad? No obstante, me las apañé para decir:
—Oh, cielos, cuánto lo siento.
—Fue hace mucho tiempo. En Vietnam, durante la ofensiva del Tet.
Me senté, sintiendo que se me revolvía el estómago. Lo había salvado de una cojera y de cierta nebulosa mental, ¿y para qué? ¿Para recortar su tiempo de vida en cuarenta años, más o menos? Aterrador. La cirugía fue un éxito, pero el paciente murió.
Entretanto, el espectáculo debía continuar.
—¿Y Troy? ¿Y usted, cómo se encuentra? Por aquel entonces era una niña pequeña que montaba en una bici de cuatro ruedas. Y canturreaba. Siempre estaba cantando. —Ensayé una risa lánguida—. Caramba, solía volvernos locos.
—Hoy en día solo canto las Noches de Karaoke en el Pub Bennigan, pero nunca me cansé de hablar por los codos. Pincho en la WKIT de Bangor. Soy disc-jockey, ¿sabe?
—Ajá. ¿Y Troy?
—Viviendo la vida loca en Palm Springs. Es el rico de la familia. Ganó un dineral con el negocio de la informática. Empezó desde abajo en los setenta, y ahora come con Steve Jobs y compañía.
Se echó a reír. Era una risa magnífica. Apuesto a que los habitantes de todo el este de Maine sintonizaban la emisora solo para oírla. Sin embargo, cuando volvió a hablar, bajó el tono y no había rastro de humor en su voz. Como pasar del sol a la sombra, tal cual.
—¿Quién es usted realmente, señor Amberson?
—¿Qué quiere decir?
—Los fines de semana hago un coloquio en el que participan los oyentes. Los sábados es como un mercadillo radiofónico… «Tengo un motocultor, Ellen, prácticamente nuevo, pero no puedo con los pagos. Acepto la mejor oferta por encima de cincuenta pavos». Cosas así. Los domingos trata sobre política. La gente llama para despellejar a Rush Limbaugh o para comentar que Glenn Beck debería presentarse a las presidenciales. Sé de voces. Si usted hubiera sido amigo de Harry en la época del Recreativo, ahora tendría más de sesenta años, pero no es así. No aparenta más de treinta y cinco.
Jesús, un acierto pleno.
—La gente me dice continuamente que aparento menos edad. Apuesto que a usted le ocurre lo mismo.
—Buen intento —dijo ella de manera inexpresiva, y de repente su voz sonó más vieja—. Yo he entrenado la jovialidad de mi voz durante años, ¿y usted?
No se me ocurrió ninguna respuesta, por lo que guardé silencio.
—Además, nadie llama para interesarse cincuenta años después por un amigo de cuando estaba en primaria. No, las cosas no son así.
Será mejor que cuelgue, pensé. Ya tengo lo que quería, y más de lo que esperaba. Voy a colgar. Pero parecía tener el teléfono pegado a la oreja. No estoy seguro de si hubiera podido soltarlo ni aun cuando hubiera visto las cortinas del salón en llamas.
Cuando volvió a hablar, percibí cierto temblor en su voz.
—¿Sigue usted ahí?
—No sé lo que…
—Había alguien más aquella noche. Harry lo vio y yo también. ¿Era usted?
—¿Qué noche? —Solo que brotó algo similar a «cua-nushe» porque sentía los labios anestesiados. Me sentía como si alguien me hubiera puesto una máscara en la cara. Una máscara forrada de nieve.
—Harry dijo que fue su ángel bueno, y creo que ese es usted. ¿Dónde estaba entonces?
Ahora era ella quien hablaba de forma confusa, porque había empezado a llorar.
—Señora… Ellen… lo que dice no tiene ningún sent…
—Le llevé al aeropuerto cuando lo llamaron a filas después de completar el servicio militar. Lo mandaban a Nam, y le ordené que vigilara su culo. Él dijo: «Tranquila, hermanita, tengo un ángel bueno que cuida de mí, ¿recuerdas?». Así es que, ¿dónde estaba usted el 6 de febrero de 1968, señor Ángel? ¿Dónde estaba usted cuando mi hermano murió en Khe Sanh? ¿Dónde estabas entonces, hijo de puta?
Añadió algo más, aunque no sabría decir qué. Para entonces ella lloraba desconsoladamente. Colgué el teléfono y fui al cuarto de baño. Me metí en la bañera, cerré la cortina y enterré la cabeza entre las rodillas, de modo que solo veía la esterilla de goma decorada con margaritas amarillas. Entonces grité. Una vez. Dos veces. Tres veces. Y he aquí lo peor: no solo deseé que Al nunca me hubiera hablado acerca de su condenada madriguera de conejo. Fui mucho más allá: deseé que estuviera muerto.