Me olvidé por completo de poner la alarma y podría haber dormido hasta mucho más de las cinco de la tarde, pero Elmore me saltó sobre el pecho a las cuatro y cuarto y empezó a olisquearme el rostro. Eso significaba que había limpiado su plato y demandaba que se rellenara. Suministré alimento al felino, me salpiqué la cara con agua fría, y después me tomé un bol de cereales Special K pensando en que tardaría días en restablecer el orden correcto de las comidas.
Con el estómago lleno, fui al estudio y encendí mi propio ordenador. La biblioteca municipal fue mi primer ciberdestino. Al estaba en lo cierto; su base de datos almacenaba la tirada entera del Lisbon Weekly Enterprise. Tuve que hacerme Amigo de la Biblioteca antes de poder acceder a los contenidos interesantes, lo que costaba diez dólares, pero, dadas las circunstancias, parecía un pequeño precio a pagar.
El número del Enterprise que buscaba llevaba fecha del 7 de noviembre. En la página dos, emparedado entre una noticia sobre un accidente de tráfico mortal y otra concerniente a un presunto incendio premeditado, había un artículo con el encabezamiento POLICÍA LOCAL BUSCA A HOMBRE MISTERIOSO. El hombre misterioso era yo… o más bien mi álter ego de la época Eisenhower. Habían hallado el Sunliner descapotable y habían advertido las manchas de sangre. Bill Titus identificó el Ford como uno que había vendido a un tal señor George Amberson. El tono del artículo me conmovió: una sincera preocupación por el paradero de un hombre desaparecido (y posiblemente herido). Gregory Dusen, el banquero del Hometown Trust, me describió como «un tipo cortés y de habla educada». Eddie Baumer, propietario de la barbería, declaró esencialmente lo mismo. Ni el menor indicio de sospecha recaía sobre el nombre de Amberson. Las cosas podrían haber sido distintas si me hubieran vinculado a cierto caso sensacionalista de Derry, pero no ocurrió así.
Tampoco se me relacionaba con el crimen en el número de la semana siguiente, donde me habían reducido a una mera cuña en el Registro Policial: CONTINÚA LA BÚSQUEDA DE HOMBRE DE WISCONSIN DESAPARECIDO. En el número siguiente, el Weekly Enterprise reflejaba un entusiasmo desmedido por la proximidad de la temporada vacacional, y el caso de George Amberson no aparecía por ningún sitio. Pero yo estuve ahí. Al talló su nombre en un árbol. El mío se talló en las páginas de una antigua publicación. Lo había esperado, pero contemplar una prueba real era impresionante.
A continuación, entré en la web del Daily News de Derry. Acceder a sus archivos costaba considerablemente más —treinta y cuatro cincuenta—, pero en cuestión de minutos me encontraba mirando la primera página del periódico correspondiente al 1 de noviembre de 1958.
Uno esperaría que un espectacular crimen cometido en la localidad encabezara la primera página del periódico local, pero en Derry —la Villa Singular— guardaban silencio sobre sus atrocidades en la medida de lo posible. La gran noticia de aquel día concernía a un encuentro entre Rusia, Gran Bretaña y Estados Unidos en Ginebra para discutir un posible tratado de prohibición de los ensayos nucleares. Debajo había un artículo acerca de un niño prodigio del ajedrez llamado Bobby Fischer, de catorce años. En la esquina inferior izquierda (donde, si nos atenemos a lo que cuentan los expertos en medios de comunicación, la gente tiende a mirar en último lugar, si acaso), aparecía una noticia con el titular DELIRIO HOMICIDA TERMINA CON 2 MUERTOS. Según el periódico, Frank Dunning, «un destacado miembro del gremio comercial y colaborador en numerosas campañas benéficas», había ido a casa de su esposa separada «en estado de embriaguez» poco después de las ocho de la noche del viernes. Tras una discusión con su mujer (la cual yo no oí, desde luego… y estaba allí), Dunning la golpeó con un martillo y le rompió el brazo; después, mató a su hijo de doce años, Arthur Dunning, cuando el niño trató de defender a su madre.
La crónica continuaba en la página doce. Allí me recibió una fotografía de mi viejo amiegonemigo Bill Turcotte. Según el artículo, «el señor Turcotte pasaba por las inmediaciones cuando oyó gritos y alaridos procedentes de la residencia Dunning». Corrió a toda velocidad hasta la entrada, vio lo que ocurría a través de la puerta abierta, y ordenó al señor Frank Dunning que dejara de repartir martillazos a diestro y siniestro. Dunning se negó; el señor Turcotte entrevió un cuchillo de caza envainado en el cinturón de Dunning y se lo sustrajo de un tirón; Dunning giró en redondo hacia el señor Turcotte, que se enfrentó a él; en el transcurso de la pelea que siguió, Dunning resultó muerto de una puñalada. Segundos más tarde, el heroico señor Turcotte sufrió un infarto.
Permanecí sentado, contemplando la vieja fotografía —Turcotte posaba con un pie apoyado orgullosamente en el parachoques de un sedán de finales de los cuarenta y un cigarrillo en la comisura de la boca— y tamborileando con los dedos en los muslos. Dunning fue apuñalado por la espalda, no de frente, y con una bayoneta, no un cuchillo de caza. Además, iba armado únicamente con la almádena (que en el artículo no se identificaba como tal). ¿Podía ser que la policía no hubiera reparado en detalles tan manifiestos? No entendía cómo, a menos que estuvieran tan ciegos como Ray Charles. Aunque tratándose de la Derry que yo conocía, todo era perfectamente lógico.
Creo que yo sonreía. La historia era digna de admiración por lo disparatada. Todos los cabos sueltos quedaban atados. Tenías al marido borracho enloquecido, a la familia encogida de terror y al heroico transeúnte (ninguna indicación del lugar adonde se dirigía). ¿Qué más necesitabas? Y en ningún momento se mencionaba la presencia de cierto Extraño Misterioso en la escena del crimen. Era todo tan… Derry.
Rebusqué en la nevera, encontré las sobras de un pudin de chocolate y devoré hasta la última migaja mientras, de pie junto a la encimera, miraba por la ventana el patio trasero. Después, icé en brazos a Elmore y lo acaricié hasta que empezó a revolverse para que lo depositara en el suelo. Regresé a mi ordenador, presioné una tecla para hacer desaparecer el salvapantallas como por arte de magia, y contemplé un rato más la foto de Bill Turcotte, el heroico personaje que había salvado a la familia y sufrido un infarto a consecuencia del esfuerzo.
Finalmente, fui hasta el teléfono y marqué el número de información.