Conseguí llegar a casa, y en esta ocasión me encontré alargando la mano en busca del freno de emergencia del Sunliner. Mientras apagaba el motor de mi coche, pensé en cuán estrecho, mísero y esencialmente ingrato era ese cacharro de plástico y fibra de vidrio en comparación con el coche que me había acostumbrado a conducir en Derry. Entré en la casa, me dispuse a dar de comer al gato y vi que la comida en su plato aún estaba fresca y húmeda. ¿Por qué no habría de ser así? En 2011, solo llevaba una hora y media en el bol.
—Cómete eso, Elmore —dije—. Hay gatos muñéndose de hambre en China a los que les encantaría un bol de selectas tajadas Friskies.
Elmore me obsequió con la mirada que eso merecía y se escurrió fuera por la gatera. Yo ataqué un par de platos precocinados congelados (pensando como el monstruo de Frankenstein cuando aprende a hablar: microondas bueno, coches modernos malos). Los devoré en un santiamén, me hice cargo de la basura, y fui al dormitorio. Me quité la camisa blanca lisa de 1958 (agradeciendo a Dios que la Doris de Al hubiera estado demasiado enfadada para reparar en las salpicaduras de sangre), me senté en un lado de la cama para desatar mis cómodos y prácticos zapatos de 1958, y luego me desplomé de espaldas. Estoy bastante seguro de que me quedé dormido mientras aún me hallaba en plena caída.