—Lo recuerdas en su vida como conserje y como tu alumno porque eres tú quien bajaste por la madriguera de conejo —explicó Al. Estábamos de vuelta en el comedor, sentados en un reservado—. En mi caso, lo recuerdo o porque yo mismo he utilizado la madriguera o porque estoy cerca de ella. —Lo meditó un instante—. Probablemente sea eso. Una especie de radiación. Pasa lo mismo con Míster Tarjeta Amarilla, solo que en el otro lado, y él también la siente. Tú le has visto, así que ya lo sabes.
—Ahora es Míster Tarjeta Naranja.
—¿De qué estás hablando?
Bostecé de nuevo.
—Si intentara contártelo ahora, lo mezclaría con todo lo demás y sería peor. Quiero llevarte a casa y luego irme a la mía. Voy a coger algo para comer, porque tengo más hambre que un oso…
—Te prepararé unos huevos revueltos —dijo él. Hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse dando un golpetazo y comenzó a toser. Cada inspiración era un resuello seco que sacudía todo su cuerpo. Algo aleteaba ruidosamente en su garganta, como un naipe en los radios de una rueda de bicicleta.
Posé mi mano sobre su brazo.
—Lo que vas a hacer es irte a casa, tomar la medicina y descansar. Duerme si puedes. Yo sí voy a dormir, seguro. Ocho horas. Pondré la alarma.
El ataque de tos cesó, pero aún oía el traqueteo del naipe en su garganta.
—Dormir a pierna suelta, me acuerdo de cómo era eso. Te envidio, socio.
—Iré a tu casa esta noche a las siete. No, mejor a las ocho. Así antes aprovecharé para comprobar unas cosas en internet.
—¿Y si nada te pone en jaque? —Sonrió por el juego de palabras… que yo, por supuesto, había escuchado como mínimo mil veces.
—Entonces regresaré mañana y me prepararé para cometer el acto en cuestión.
—No. Vas a deshacer un acto —corrigió. Me apretó la mano. Sus dedos eran delgados, pero aún conservaban su fuerza—. De eso trata todo esto. Encontrar a Oswald, deshacer su puta mierda y borrarle esa autocomplaciente sonrisita de la cara.