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—¿Jake? ¿Socio? ¿Qué pasa?

Cogí las aspirinas que Al había puesto encima de la barra, me las metí en la boca y las tragué sin agua. Luego me levanté y me acerqué despacio al Muro de los Famosos. Me sentía como un hombre de cristal. El sitio que había ocupado nuestra foto durante los últimos dos años lo ocupaba ahora una de Al estrechando la mano de Mike Michaud, diputado por el Segundo Distrito de Maine. Debía de haber sido mientras Michaud hacía campaña para la reelección, porque Al lucía dos chapas en su delantal de cocinero. Una decía VOTA A MICHAUD PARA EL CONGRESO; la otra, LISBON QUIERE A MIKE. El honorable representante se había enfundado una camiseta de Moxie de un naranja brillante y alzaba una pringosa Granburguesa hacia la cámara.

Descolgué la foto de su alcayata.

—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí?

Me miró con el ceño fruncido.

—No había visto esa foto en mi vida. Dios sabe que apoyé a Michaud en sus dos últimas candidaturas (demonios, apoyo a cualquier demócrata que no haya sido pescado malversando fondos) y le conocí en un mitin en 2008, pero eso fue en Castle Rock. El nunca ha pisado este restaurante.

—Por lo visto, estuvo aquí. Ésa es tu barra, ¿verdad?

Cogió la foto con unas manos ahora tan escuálidas que semejaban garras y la sostuvo cerca de la cara.

—Sí —confirmó—. Claro que lo es.

—Por lo tanto, hay un efecto mariposa. Esta foto es la prueba.

La miró fijamente con una leve sonrisa. De asombro, creo. O quizá de temor reverencial. Después me la devolvió y pasó detrás de la barra a servir el café.

—Al… Todavía te acuerdas de Harry, ¿verdad? Harry Dunning.

—Por supuesto. ¿No es él la razón por la que fuiste a Derry y casi consigues que te arranquen la cabeza?

—Él y el resto de su familia, sí.

—¿Y los salvaste?

—A todos menos a uno. Su padre lo cazó antes de que pudiéramos detenerlo.

—¿Pudiéramos? ¿Quiénes?

—Te lo contaré todo, pero primero me voy a casa a acostarme.

—Socio, no tenemos mucho tiempo.

—Eso ya lo —repliqué mientras pensaba: Me basta con mirarte, Al—. Pero estoy muerto de sueño. Para mí es la una y media de la madrugada, y he tenido… —Mi boca se abrió en un enorme bostezo—. He tenido una noche movidita.

—De acuerdo. —Trajo el café (una taza llena para mí, negro, media taza para él, teñido con una generosa dosis de leche)—. Cuéntame lo que puedas mientras te bebes esto.

—Primero, explícame cómo es posible que te acuerdes de Harry si nunca fue conserje en el instituto y jamás en toda su vida te compró una Granburguesa. Segundo, explícame por qué no te acuerdas de que Mike Michaud visitó el restaurante cuando esa foto dice lo contrario.

—No sabes a ciencia cierta si Harry Dunning está en la ciudad —dijo Al—. De hecho, no sabes con certeza si sigue trabajando de conserje en el Instituto Lisbon.

—Sería mucha coincidencia. He cambiado el pasado drásticamente, Al…, con ayuda de un tipo llamado Bill Turcotte. Harry no tuvo que irse a vivir con sus tíos en Haven, porque su madre no murió. Como tampoco murió su hermano Troy ni su hermana Ellen. Y Dunning ni siquiera llegó a acercarse a Harry con aquel martillo suyo. Si Harry vive en Las Falls después de todos esos cambios, seré el tipo más sorprendido de la tierra.

—Hay una forma de comprobarlo —dijo Al—. Tengo un portátil en mi oficina. Vamos atrás.

Encabezó la marcha, tosiendo y apoyándose en las cosas. Me llevé mi taza de café; él se dejó la suya.

Oficina era un nombre excesivamente grandilocuente para el chiribitil adosado a la cocina. Del tamaño de un armario, apenas había suficiente espacio para los dos. Las paredes estaban empapeladas con memorandos, permisos y directrices sanitarias, tanto del estado de Maine como federales. Si la gente que difundía los rumores y las habladurías sobre la Famosa Gatoburguesa viera todos aquellos documentos oficiales —que incluían una Certificación de Higiene de clase A posterior a la última inspección por la Comisión de Restauración del estado de Maine— a lo mejor se verían obligados a reconsiderar su postura.

Un MacBook descansaba encima de una especie de pupitre que recuerdo haber utilizado en tercer curso. Al se dejó caer en una silla de dimensiones similares con un gruñido de dolor y alivio.

—El instituto tiene página web, ¿verdad?

—Claro.

Mientras aguardábamos a que el portátil se inicializara, me pregunté cuánto correo electrónico se habría acumulado durante mi ausencia de cincuenta y dos días. Entonces recordé que en realidad solo había estado fuera dos minutos. Tonto de mí.

—Creo que estoy perdiendo el control, Al —declaré.

—Conozco la sensación. Aguanta, socio, te…, espera, allá vamos. A ver… cursos… calendario de verano… profesorado… administración… personal de vigilancia.

—Pincha ahí —le indiqué.

Movió el ratón táctil, musitó algo, inclinó la cabeza, hizo clic en otro sitio, y luego miró fijamente la pantalla del ordenador como un swami consultando una bola de cristal.

—¿Y bien? No me tengas en ascuas.

Giró el portátil para que yo pudiera verlo, PERSONAL DE VIGILANCIA DEL ISL., decía, ¡LOS MEJORES DE MAINE! Una fotografía mostraba a dos hombres y una mujer posando en el círculo central de la pista del gimnasio. Todos ellos sonreían. Todos ellos vestían la sudadera de los Galgos de Lisbon.

Ninguno de ellos era Harry Dunning.