1

Habría asegurado que para entonces ya era inmune a cualquier sorpresa, pero lo que observé justo a la izquierda de Al hizo que se me descolgara la mandíbula: un cigarrillo consumiéndose en un cenicero. Alargué la mano y aplasté la colilla.

—¿Quieres expectorar el poco tejido pulmonar funcional que aún te quede?

Él no respondió. Ni siquiera estoy seguro de que me oyera. Me miraba de hito en hito, con los ojos abiertos como platos.

—Dios bendito, Jake…, ¿quién te ha arrancado la cabellera?

—Nadie. Salgamos de aquí antes de que me ahogue con tu humo de segunda mano. —Pero se trataba de una reprimenda vacía. Durante las semanas vividas en Derry me había acostumbrado al olor de los cigarrillos encendidos. Pronto yo mismo adquiriría el hábito si no iba con cuidado.

—Por si no lo sabes, te han trasquilado —dijo—. Tienes un trozo de pelo colgando por detrás de la oreja, y… por cierto, ¿cuánta sangre has perdido? ¿Un litro? ¿Y quién te lo ha hecho?

—A, menos de un litro. B, Frank Dunning. Si eso satisface tus preguntas, ahora yo tengo una. Dijiste que ibas a rezar y en cambio estás fumando, ¿por qué?

—Porque estaba nervioso. Y porque ya no importa. Ese caballo ya ha salido del establo.

Difícilmente podría rebatir ese punto.