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Para cuando alcancé la autopista, la cabeza me dolía horrores, pero aunque esto no estuviera ocurriendo antes de la época de las tiendas abiertas las veinticuatro horas, no sé con certeza si me habría atrevido a parar; tenía la camisa apelmazada por la sangre seca en el costado izquierdo. Por lo menos me había acordado de llenar el depósito.

En una ocasión probé a explorarme el tajo en la cabeza con la punta de los dedos y fui recompensado con una llamarada de dolor que me disuadió de hacer un segundo intento.

Sí me detuve en un área de descanso a las afueras de Augusta. Para entonces ya pasaban de las diez de la noche y el lugar se encontraba desierto. Encendí la luz del techo y me examiné las pupilas en el espejo retrovisor. Se veían del mismo tamaño, lo cual supuso un alivio. En el exterior del aseo de caballeros había una máquina expendedora de tentempiés, donde por diez centavos compré un pastelillo de chocolate relleno de nata. Lo engullí mientras conducía, y el dolor de cabeza remitió en parte.

Era más de medianoche cuando llegué a Lisbon Falls. Main Street estaba oscura, pero las fábricas Worumbo y US Gypsum operaban a toda máquina, resoplando y bufando, despidiendo nubes fétidas a la atmósfera y vertiendo sus residuos ácidos al río. Racimos de luces brillantes las hacían parecer naves espaciales. Aparqué el Sunliner en la frutería Kennebec, donde permanecería hasta que alguien atisbara el interior y viera las manchas de sangre en el asiento, la puerta y el volante. Entonces llamarían a la policía. Suponía que espolvorearían el Ford en busca de huellas dactilares. Era posible que las cotejaran con las impresiones de cierto .38 Especial hallado en el escenario de un asesinato en Derry. Pero si la madriguera de conejo seguía en su sitio, George no iba a dejar ninguna pista que rastrear, y las huellas dactilares pertenecían a un hombre que nacería dieciocho años después.

Abrí el maletero, saqué el maletín, y decidí abandonar todo lo demás. Por cuanto sabía, podría acabar a la venta en El Alegre Elefante Blanco, la tienda de segunda mano cercana a Titus Chevron. Atravesé la calle hacia el aliento de dragón de la fábrica, un shat-HOOSH, shat-HOOSH que proseguiría día y noche hasta que el librecambismo de la era Reagan volviera obsoletas las caras tejedurías norteamericanas.

El secadero estaba iluminado por un blanco resplandor fluorescente que provenía de las ventanas de la nave de tintura. Localicé la cadena que aislaba el secadero del resto del patio. Estaba demasiado oscuro para leer el letrero que colgaba de ella, y habían transcurrido casi dos meses desde que lo había visto, pero recordaba lo que decía: PROHIBIDO EL PASO MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO HASTA QUE EL COLECTOR ESTÉ REPARADO. No había señal de Míster Tarjeta Amarilla (o Míster Tarjeta Naranja, si esa era ahora su identidad).

La luz de unos faros inundó el patio, iluminándome como a una hormiga en un plato. Mi sombra apareció de un salto, larga y escuálida, delante de mí. Me quedé congelado cuando un enorme camión de carga avanzó pesadamente hacia mí. Esperaba que el conductor se detuviera, se asomara por la ventanilla, y me preguntara qué demonios estaba haciendo allí. Redujo la velocidad pero no paró. Alzó una mano en mi dirección, yo le devolví el gesto, y condujo hacia los muelles de carga con docenas de barriles vacíos traqueteando en la caja. Me dirigí hacia la cadena, eché una rápida mirada alrededor, y la pasé por debajo.

Recorrí el flanco del secadero, el corazón latiendo con fuerza en el pecho, la brecha en la cabeza palpitando en consonancia. Esta vez ningún fragmento de hormigón señalaba el lugar. Despacio, me dije. Despacio. El escalón está justo… aquí.

Pero no estaba. Bajo el zapato, que tanteaba el suelo con tímidos puntapiés, no había nada sino el pavimento.

Avancé un poco más, y aún nada. Hacía frío como para advertir un fino vaho cuando espiraba, pero una capa de sudor liviana y pegajosa me cubrió los brazos y el cuello. Avancé un poco más, pero ahora estaba casi seguro de haberme alejado demasiado. O la madriguera de conejo había desaparecido o nunca había existido, lo que implicaba que mi vida entera como Jake Epping —todo, desde mi huerto premiado por la asociación de Futuros Granjeros de América cuando estaba en primaria hasta mi matrimonio con una mujer esencialmente dulce que casi ahogó mi amor por ella en alcohol, pasando por la novela que renuncié a escribir en la facultad— era fruto de una disparatada alucinación. Yo había sido George Amberson en todo momento.

Avancé un poco más y me detuve, respirando con fuerza. En algún lugar —quizá en la nave de tintura, quizá en una sala de telares— alguien gritó «¡Manda cojones!». Pegué un salto, y otro más por el bramido de las carcajadas que siguieron a esa exclamación.

Ahí tampoco estaba.

Desaparecida.

O nunca existió.

¿Y me embargó la decepción? ¿El terror? ¿El pánico absoluto? No, en realidad no. Lo que experimenté fue una sensación de alivio. Lo que pensé fue: Podría vivir aquí. Fácilmente. Incluso feliz.

¿Era eso verdad? Sí. .

Apestaba en las inmediaciones de las fábricas y en los transportes públicos donde todo el mundo fumaba como una chimenea, pero la mayoría de los lugares poseían un olor increíblemente dulce. Increíblemente nuevo. La comida sabía bien; la leche te la dejaban directamente en tu puerta. Tras un período de abstinencia de mi ordenador, había adquirido la perspectiva suficiente para darme cuenta de lo adicto que me había vuelto a esa jodida máquina, malgastando horas leyendo estúpidos archivos adjuntos y visitando páginas web por la misma razón que impulsa a los alpinistas a escalar el Everest: porque estaban allí. Mi teléfono móvil nunca sonaba porque no tenía teléfono móvil, y qué alivio había resultado ser. Fuera de las grandes ciudades, la mayoría de la gente aún compartía la línea telefónica, ¿y echaban el cerrojo por la noche? Y una mierda lo echaban. Preocupaba la guerra nuclear, pero yo estaba a salvo en el conocimiento de que la gente de 1958 envejecería y moriría sin escuchar jamás que una bomba atómica había sido detonada aparte de en las pruebas nucleares. A nadie le preocupaba el calentamiento global ni los terroristas suicidas que secuestraban aviones y los estrellaban contra rascacielos.

Y si mi vida de 2011 no fuera una alucinación (como mi corazón sabía), aún podría detener a Oswald. La única diferencia era que no conocería el resultado final. Pensé que podría vivir con eso.

De acuerdo. La primera tarea consistía en regresar al Sunliner y salir de Lisbon Falls. Iría en coche hasta Lewiston, buscaría la estación de autobuses y compraría un billete a Nueva York. Desde allí tomaría un tren a Dallas…, diablos, ¿por qué no un avión? Aún disponía de una buena cantidad de efectivo, y ninguna aerolínea me pediría una identificación con foto. Bastaba con aflojar el dinero que costaba el pasaje y Trans World Airlines me daría la bienvenida a bordo.

Esta decisión trajo consigo un alivio tan enorme que mis piernas se volvieron otra vez de goma. El desfallecimiento no fue tan grave como en Derry, cuando me vi obligado a sentarme, pero me incliné contra el secadero en busca de apoyo. Choqué con el hombro, se oyó un suave bang. Y una voz me habló de la nada. Ronca. Casi un gruñido. Una voz del futuro, por así decirlo.

—¿Jake? ¿Eres tú? —Le siguió una descarga cerrada de toses secas como ladridos.

Estuve a punto de guardar silencio. Podría haber guardado silencio. Entonces pensé en cuánto tiempo de vida había invertido Al en este proyecto y en que yo era el único depositario de todas sus esperanzas.

Me volví hacia el sonido de las toses y hablé en voz baja.

—¿Al? Háblame. Cuenta. —Podría haber añadido «O signe tosiendo».

Empezó a contar. Me dirigí hacia el sonido de los números tanteando con el pie. Después de diez pasos —más allá del lugar donde me había rendido—, la punta de mi zapato dio un paso adelante y simultáneamente chocó contra algo que lo frenó en seco. Eché un último vistazo alrededor. Tomé una bocanada más de aquel aire que hedía a productos químicos. Luego cerré los ojos y empecé a ascender unos escalones que no podía ver. En el cuarto, el frío aire nocturno fue reemplazado por una sofocante calidez y el aroma a café y especias. Al menos así era en la mitad superior de mi cuerpo. Bajo la cintura, aún sentía la noche.

Permanecí así durante quizá treinta segundos, mitad en el presente y mitad en el pasado. Entonces abrí los ojos, contemplé el rostro de Al, demacrado, ansioso y excesivamente delgado, y penetré de regreso en 2011.