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Entré en el cuarto de baño, agarré una toalla, la empapé en el lavabo y me restregué la cara ensangrentada. Tiré la toalla a la bañera, cogí dos más y salí a la cocina.

El niño que me había llevado hasta allí se hallaba de pie sobre el apagado suelo linóleo junto al horno y me observaba. Aunque probablemente habrían pasado más de seis años desde que se chupaba el pulgar, ahora lo hacía. Los ojos eran anchos y solemnes, anegados de lágrimas. Pecas de sangre salpicaban sus mejillas y su frente. Ahí había un muchacho que acababa de experimentar un suceso que sin duda le traumatizaría, pero también se trataba de un muchacho que nunca crecería para convertirse en Harry el Sapo. Tampoco escribiría jamás una redacción capaz de saltarme las lágrimas.

—¿Quién es usted, señor? —preguntó.

—Nadie. —Me encaminé hacia la puerta, dejándolo atrás. No obstante, se merecía algo más, y aunque las sirenas se oían más cerca, me volví—. Tu ángel bueno —dije.

Entonces me escabullí por la puerta trasera y me adentré en la noche de Halloween de 1958.