Dunning se desplomó, los pies en el salón, la cabeza bajo el arco que separaba la cocina. Sin embargo, no completó la caída. La punta de la hoja se hincó en el suelo y lo mantuvo en posición inclinada. Uno de los pies se agitó una sola vez, después quedó inmóvil. Daba la impresión de haber muerto mientras hacía flexiones.
Todo el mundo gritaba. El aire apestaba a pólvora, yeso y sangre. Doris se acercó dando tumbos hasta su hijo muerto, encorvada y con el cabello suspendido sobre el rostro. No quería que contemplara eso —la cabeza de Tugga estaba hendida completamente hasta la mandíbula—, pero no tenía manera de impedírselo.
—Lo haré mejor la próxima vez, señora Dunning —murmuré—. Lo prometo.
La sangre me cubría toda la cara; tuve que enjugarme el ojo izquierdo para poder ver de ese lado. Como aún seguía consciente, deduje que no estaba herido de gravedad; además, sabía que las heridas en la cabeza sangraban como cabronas. Pero me encontraba hecho un asco, y si había de producirse una próxima vez, tenía que marcharme de allí en ese momento, sin ser visto y a toda prisa.
Sin embargo, debía hablar con Turcotte antes de irme, o por lo menos intentarlo. Se había derrumbado contra la pared junto a los pies extendidos de Dunning. Se agarraba el pecho y jadeaba. El rostro mostraba una palidez cadavérica, a excepción de los labios, ahora tan morados como los de un niño que ha estado engullendo arándanos. Alargué la mano y me la asió con nerviosa premiosidad, pero en sus ojos persistía un minúsculo destello de humor.
—¿Quién es ahora el gallina, Amberson?
—Tú no —respondí—. Eres un héroe.
—Sí —resolló—. No te olvides de echar la puta medalla encima de mi ataúd.
Doris acunaba a su hijo muerto. Detrás de ella, Troy caminaba en círculos mientras Ellen hundía con fuerza la cabeza en el pecho de su hermano. Éste no miró hacia nosotros, no parecía notar que estábamos allí. La niña lloraba.
—Te pondrás bien —dije a Turcotte. Como si yo lo supiera—. Ahora escucha, porque esto es importante: olvídate de mi nombre.
—¿Qué nombre? Nunca me lo dijiste.
—Correcto. Y… ¿conoces mi coche?
—Ford. —Estaba perdiendo la voz, pero sus ojos continuaban fijos en los míos—. Bonito. Descapotable. Rojo. Cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco.
—Nunca lo has visto. Esto es lo más importante de todo, Turcotte. Lo necesito para viajar al sur del estado esta noche y tendré que ir por la autopista casi todo el trayecto porque no conozco ninguna otra carretera. Si puedo llegar al centro de Maine, estaré libre y sin cargos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—Nunca he visto tu coche —afirmó, después hizo una mueca—. Ah, joder, vaya si no duele.
Coloqué los dedos en su cuello, espinoso por la barba, y le tomé el pulso. Era rápido y salvajemente irregular. En la distancia sonaban sirenas quejumbrosas.
—Hiciste lo correcto.
Puso los ojos en blanco.
—Casi no lo hago. No sé en qué pensaba. Debía de estar loco. Escucha, socio. Si te cazan, no les cuentes lo que yo… ya sabes, lo que…
—Jamás lo haría. Cuídate, Turcotte. Ese hombre era un perro rabioso y tú lo abatiste. Tu hermana estaría orgullosa. Esbozó una sonrisa y cerró los ojos.